La espera de la muerte


Por Pamela Lorca

Hace aproximadamente siete años recibí a mi hija Constanza, era pequeña y frágil, portadora de una condición genética denominada trisomía 18. Antes de eso jamás había escuchado hablar de tal diagnóstico, el fantasma más temido era la trisomía 21 -síndrome de down-, ingenua y soberbiamente creía que ello era lo “peor” que podría ocurrirle a alguien.

Su vida cambió la mía, en mil formas que aún no logro descifrar por completo. Una de ellas tuvo/tiene relación con la angustia, creo que previamente había sido consciente de esa experiencia, pero mientras la esperaba llegar fue cuando más contacto y cercanía tuve con ella.

Esperar la muerte de mi hija fue para mí un proceso de inmenso dolor, en ese proceso inicialmente me acompañó la angustia, y de aquello aprendí -o más bien elaboré- mis propias respuestas a numerosas preguntas que siempre me habían acompañado: ¿Por qué surge la angustia? ¿Qué es? ¿Es un sentimiento propiamente humano? ¿Es realmente un enemigo que necesitamos atacar?

La vida habitualmente transcurre con ciertas regularidades y certezas: el sol aparece cada mañana, despertamos y nos encontramos cada día rodeados de nuestros seres queridos, vamos a trabajar a un lugar habitual, realizamos ciertas rutinas específicas. Así también, contamos con salud y vida, y curiosamente damos por sentado que esa es nuestra condición natural, estar sanos. Vivimos como si hubiese seguridad, pero en el fondo no es cierto. Contamos con la certeza de que luego de nueve meses de embarazo los hijos llegan a nuestra vida. Contamos con que nuestra familia esté para siempre con nosotros.

El embarazo de mi hija fue “normal” hasta los tres meses, momento en el cual descubrimos que mi mamá tenía cáncer “de nuevo” y nos entregaron la noticia del pronóstico: máximo un año más de vida. Silencio…y más silencio…sólo puedo recordar ese momento como un segundo sordo y mudo, el mundo detenido y diferente para siempre. Angustia…el corazón a mil, el cuerpo frío, la garganta apretada, un nudo en el estómago, y silencio.

Cuatro meses después, nuestra visita al ecografista para ver a mi pequeña -ya sabíamos que era una niña- y nuevamente silencio…esta vez el silencio del médico entorpecido por su propia angustia. “Incompatible con la vida”, me daba vueltas una y otra vez ¿Incompatible con la vida? ¿Cómo puede ser algo así? ¿Qué significa realmente algo así? ¿Ella ya está muerta antes de nacer? ¿Debo darla por muerta antes de al menos haberla visto?

La angustia me borró por un tiempo, sólo podía tratar de imaginar algo que humanamente se me hacía imposible de pensar, no pedía milagros, rápidamente asumí que así era, sin esperar un error, sin embargo me desvanecía sintiendo que algo tan horroroso pudiese ser cierto, aún hoy me ocurre, ya no está la angustia, pero sí el desconcierto de las leyes “naturales” destrozadas de cuajo.

¿Qué me ayudó en esos momentos? La presencia silenciosa y comprometida de manos amigas que pudieron soportar conmigo, sin falsos consuelos, sin intentar buscar un sentido, aceptando el sin sentido, aceptando mi propia forma de llevar esa experiencia. Agarrarme a todo lo que sí estaba.

Nuestra pequeña nació y vivió con nosotros dieciséis semanas, aprendí primeramente que “incompatible con la vida” era lo más absurdo que había sido dicho, ella estuvo más viva de lo que jamás me hubiera podido haber imaginado. Aprendí que mi certeza de que la vida era un derecho no tenía sentido, que la vida es un regalo, llega el tiempo que se nos permite que así sea, aunque aún algunas veces intento rebelarme contra eso. Mi certeza se convirtió en tener la posibilidad de escoger cada día quererla y abrazarla como si fuera el último, llena de pena, pero nunca más de angustia, o al menos no más de aquella, salvo en aquellos momentos en que la vi sufrir, y nuevamente me di de golpes con la realidad de tratar de comprender algo incomprensible.

La angustia cuando me cegó fue mi enemiga, pero cuando pude ver a través de su oscuridad se transformó en mi amiga, aquella que aún hoy me acompaña a veces, ahora por ejemplo al rememorar tantos recuerdos, cuando constato que el mundo se hace inmenso y yo me vuelvo pequeña ante él. ¿Qué me permite ver? Que lo importante es lo real, lo que tengo hoy a mi lado, lo que quedó más allá del dolor y la desesperación.

Mi pequeña y mi mamá partieron casi juntas, estoy segura de que ello es algo que nunca “superaré”, pero ambas están conmigo aún, eso no lo he perdido, y cuando la angustia me invade con cosas más pequeñas las recuerdo y vuelvo a poner los pies firmes sobre el piso que me sostiene, ese piso que a veces parece caerse pero que en realidad siempre está ahí, finalmente siempre me ha sostenido. Decidí nunca más intentar pelear con la angustia. Es otra mano amiga, me recuerda -cada vez que se me olvida o que lo paso por alto- qué es lo realmente importante: todo aquello que está junto a mí, todo aquello que sí tengo.

Pamela Lorca Santander
Psicóloga Clínica
Postítulo en Análisis Existencial
pamelalorcasantander@gmail.com

Pamela Lorca

Psicóloga Clínica de Adultos
Formación en Psicoterapia Analítico-existencial

pamelalorcasantander@yahoo.com

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Finitud - Finitude/ Muerte - Death
Nº 4 - 2014