La Adultez, la serenidad de ser yo misma


Ser adulto, alcanzar la madurez…¿qué significa eso?
Cuando niños o adolescentes, siempre nos prometían: “cuando seas grande…”.
Ahora que somos “grandes”, ¿qué implica? ¿qué ganamos, qué perdimos?
Tras un arduo camino recorrido durante la adolescencia, y ya encaramados en la adultez, podemos mirar en dirección a diferentes horizontes: hacia atrás, la vida ya vivida, con sus alegrías y dificultades, y hacia delante, un horizonte lleno de misterio, desafío, pero al mismo tiempo más calmo, más sólido, estable.

Como psicóloga, me toca ver muchos pacientes de diferentes edades (entre los 20 y los 60), cuya cronología no es sinónimo de adultez. Recuerdo muy bien a un hombre en sus 60`s, que aún no definía su ser/estar en el mundo, no era capaz de responsabilizarse por sus hijos, ni siquiera por su propia vida, viviendo al día, bajo el alero de amigos: “parece que estoy en mi segunda adolescencia”, me dijo una vez, a lo que yo respondí: “en verdad, es tu primera adolescencia”. Él nunca traspasó ese umbral. Hasta ahora.

Para transmitir cómo es para mí esta etapa de la vida, me voy a valer del proceso de Análisis Existencial Personal (AEP) que desarrolló Längle (1):
Cuando somos niños estamos percibiendo y descubriendo el mundo, así como se nos presenta (AEP 0); luego en la pre adolescencia y adolescencia, aparecen las emociones, impulsos, interpretaciones, significados, cómo me veo y me ven. Se intenta configurar una identidad, ayudados por la mirada de otros. También por la propia mirada, la propia comprensión de sí y comprensión del otro (lo otro) (AEP1 y AEP2).

En la etapa adulta se incorpora la capacidad de aceptar lo “no comprendido”. Pero lo que define, a mí modo de ver, la madurez, es la consolidación de la conciencia moral, esa capacidad subjetiva, que se tiene con referencia a sí mismo y al otro, para hallar “lo correcto”. La vida no puede ser sin ti, pero tampoco sólo contigo, dice Längle.

Aquí nos situamos en lo más alto (o lo más profundo) del AEP: en la cima, desde donde puedo observar y observarme. Desde donde puedo (y debo) juzgar mis actos y los de los demás, para tomar posición y decidir mis pasos. (AEP 3). Desde aquí puedo diferenciar entre emociones e impulsos que tuve anteriormente, (¿quizás en momentos más adolescentes?), con emociones integradas, en este horizonte más amplio, con más perspectiva de mí, de los otros, de la vida misma. Puedo diferenciar entre comprender y justificar, para decidirme por “lo correcto”.
Llegados a este punto, puedo tomar posición, puedo decidir y actuar en concordancia, en consecuencia.
Esta etapa ¡no significa haber alcanzado la perfección ni nada parecido! La vida, compuesta por seres vivos, cambia constantemente, así como cada uno de nosotros lo hace. A veces los cambios externos (las condiciones que me daban estabilidad, como la pareja, dinero, trabajo, etc.) o los internos (salud, ideología, sentimientos, etc.) pueden hacerme tambalear y entrar en crisis. Claro. Somos humanos…¡y estamos vivos!

Toda mi vida escolar y adolescente fue circunscrita en colegio católico, con muchas frases que nunca logré incorporar: vivir en un valle de lágrimas; hay que sufrir para ganar el cielo; hay que sufrir para crecer; si no lo has pasado mal en esta vida, no accederás al cielo, etc, etc.
Recién ahora puedo darle una vuelta al “sentido del sufrimiento”:
No es necesario sufrir para crecer, para ser feliz, para tener una vida plena. Se puede ser feliz e íntegro sin aquello.
Lo interesante- ahora lo veo- es qué posibilita en nosotros el enfrentarnos a crisis, a dolores, a dificultades. Aquí es dónde reside lo extraordinario:
Cuando nos enfrentamos a estos eventos, se nos aparece la increíble oportunidad de que se devele en nosotros (o que nosotros lo develemos) la Persona, esa dimensión tan única, singular, irrepetible e incomparable, que hará frente (o no) a aquello que nos sale al camino. Es una oportunidad. Ahí aparecerá lo más esencial nuestro (que muchas veces ni sabíamos que estaba).

Una amiga me dice respecto a su propio proceso personal de cuándo comenzó a ser adulta: no fue cuando decidí qué carrera estudiar, ni tampoco cuando decidí con quién y cuándo casarme, ni cuando decidí tener mi primer hijo, ni cuando tomé la decisión de irme fuera de Chile (después del golpe de estado), ni quedarme fuera el máximo de tiempo posible. Las primeras luces de la adultez aparecieron cuando decidí separarme del papá de mis hijos y regresar posteriormente a Chile a pesar del horror que se vivía en el país en esos momentos. Quizás fue la primera vez que le hacía caso a esa voz interior, que ya me era familiar pero que yo acostumbraba a tapar su sonido con ruidos externos, contándome cuentos…
¿Conciencia moral? Sí, pero para mí, fundamentalmente ahí estaba la Persona, la Cecilia que SABÍA, pero que hasta ahora la tenía entre rejas. Los miedos encadenan…
Necesité muchos años, mucho dolor, muchos caminos para que se fuera desplegando, mostrando esta Persona; por lo que la adultez para mí es un proceso que obviamente toma su tiempo y sus dolores.

Esta etapa de la vida nos permite movernos con más soltura, pues hemos dejado muchas de las ataduras (¡ahora las vemos como tales!) que antes nos daban estabilidad, seguridad: apariencia física, grupos sociales, objetos materiales, creencias rígidas, etc., dando lugar a una estabilidad que emerge desde dentro. Podemos tener pérdidas, sufrir crisis, incluso caernos, equivocarnos, pero con la madurez alcanzada, el dolernos, levantarnos, pedir perdón ya no es algo tan lejano o difícil.

Alcanzar la madurez significa también que las cosas que hago, las realizo correctamente porque mi locus de control (aquello que dirige mis pasos) es interno, y no porque alguien me vigila, o para evitar un castigo o multa (como en el caso del adolescente cuyo locus de control es externo, poniendo su mirada atenta a “no ser pillado”), o hacer las cosas sólo porque puede.

En la adultez se ha consolidado mi Yo, y me he transformado en mi propia compañera de ruta, en mi mejor amiga, aquella que me percibe, me toma en serio y que me mira en forma crítica para ayudarme ajustar mis pasos a esa identidad, esa imagen de mí misma que soy, que percibo, me gusta y legitimo en mí.
Y con esta “columna” que me acompaña (mi Yo), puedo emerger del bosque, para poder percibir un horizonte más amplio, que me permite contextualizar, incorporar las nuevas experiencias (buena o malas) a esa panorámica que se extiende frente a mí.

Michèle Croquevielle

Psicóloga Clínica
Postítulo en Análisis Existencial
Supervisora Acreditada
Directora Revista InterAmericana Existencia
Directora ICAE

michele@icae.cl


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N° 17 - 2016