La Adolescencia, como etapa del desarrollo humano que culmina con el paso a la adultez ha sido definida desde varias perspectivas en la psicología, coincidiendo todas ellas en que la tarea central del desarrollo del adolescente es la búsqueda y consecución de la “Identidad Personal”. Una de las consecuencias de ello es la adquisición de la identidad vocacional. Desde la perspectiva psicológica, consolidar una vocación, es decir, tener claridad en cuanto a la ocupación u oficio que se realizará en el futuro, sería deseable como requisito para que el joven pueda construir un proyecto de vida que sea acorde con sus reales capacidades e intereses, proyecto que debiera considerar a su vez, las posibilidades reales que el entorno ofrece para que se pueda concretar. Ello implica pasar por un “desarrollo de la identidad vocacional”, que transcurre a lo largo de la vida influido, como todo el desarrollo humano, por las condiciones biológicas, las experiencias tempranas al interior de la familia y escuela y, finalmente, por el entorno social y cultural.
Mi trayectoria profesional de más de 20 años asesorando jóvenes en su desarrollo vocacional me ha ido mostrando que, para la mayoría de ellos, este proceso se hace cada vez más complejo, por un sinnúmero de condiciones. Entre ellas: es frecuente que se dé en las familias una falta de comunicación con los padres u otros adultos involucrados y que puedan transmitir su experiencia y perspectiva; más bien muchos de ellos son considerados por los adolescentes como modelos no dignos de imitar, al constatar el descontento con los proyectos que ellos mismos forjaron, su estresada vida, sus problemas económicos e insatisfacción general. Al interior de estas familias se transmite principal y sutilmente a los jóvenes el valor de “asegurar el futuro” con una carrera “que dé plata”. A esto se suma que también abunda progresivamente, año a año, información publicitaria respecto a programas académicos e instituciones de enseñanza superior. En general nuestra sociedad y los medios promueven alternativas de estilos de vida atractivos y deseables, pero no las maneras y caminos realmente pertinentes y útiles para acceder a ellos. Se agrega además que nuestra cultura fomenta la consecución eficiente de resultados, sin tomar en cuenta el valor del esfuerzo, la perseverancia, los procesos lentos y/o reflexivos, como debiera ser el camino hacia la propia vocación.
Por otro lado, el adolescente se ve expuesto, anónimamente, a través de internet y el acceso a redes sociales, a una cantidad infinita de información en cuanto a “posibilidades de ser”, en relación a sí mismo y “formas de actuar” en la realidad externa, lo cual no siempre sabe cómo canalizar y termina por confundirlo. Sobran horas de computador y faltan experiencias concretas en el mundo real: actividades extraprogramáticas en la escuela, deportivas, instancias de diálogo y debate, acción social, etc.
En todo este contexto, es que la configuración de la propia identidad (que implica diferenciación, autoconocimiento y aceptación de sí mismo) se convierte en un proceso lento, tortuoso y lleno de incertidumbre.
Por otra parte, el “proyecto de vida” parece un concepto relativamente obsoleto en un mundo en que reina el cortoplacismo, en el cual se prioriza la satisfacción de necesidades inmediatas, y se valora la improvisación.
En consecuencia, la realidad nos muestra demasiados adolescentes desconectados de sí mismos, influidos por informaciones contundentes que llegan desde diferentes fuentes (internet en su mayoría), que no reflexionan demasiado acerca de sus propios intereses y valores personales, dejándose llevar por mitos que se transforman en “presiones sociales”. Ejemplos de ellos los constituyen la sobrevaloración del ingreso a la universidad como único medio para “ser alguien en la vida”; la idea de que ganar mucho dinero a cualquier costo es la gran meta, la presión de los padres para estudiar lo mismo que ellos (o lo que ellos hubieran querido seguir) o que lo importante para alcanzar una “buena vida” tiene que ver con la consecución de metas externas y no con el placer de realizar una actividad que sea coherente con la idea que se tiene de sí mismo y/o con los valores que le son importantes.
En paralelo ocurre que los adolescentes de nuestro país están llamados al finalizar el Cuarto Año de la Enseñanza Media, a decidir “qué carrera debo seguir”, respondiendo de esta manera al “timing” impuesto por el sistema educacional, que da por hecho que un joven de 17-18 años (de los que ha pasado 12 sumergido en la educación formal de dudosa calidad), tendrá las herramientas, la información suficiente e incluso las ganas, para responder esa pregunta. De hecho, formalmente a esta edad no ha culminado la etapa adolescente por lo que desde la perspectiva psicológica no estarían las condiciones aún para una adecuada elección vocacional.
La verdadera pregunta debiera ser “¿qué quiero hacer con mi vida a partir de ahora?” y lo deseable sería que tan trascendente respuesta fuera apareciendo producto de un proceso lento, incluso “inconsciente”, de autoconocimiento, de conocimiento del entorno, y de la forma en que desearía vincularse a éste, un proceso sin tantos límites impuestos desde afuera.
Imaginar, soñar, desear profundamente, proyectarse a futuro son actividades a las que se debe dedicar tiempo y una actitud lúcida de apertura hacia dentro para escucharse y hacia afuera para saber lo que el entorno está ofreciendo.
Concretamente…a aquellos que de verdad se atreven a hacerse cargo de si mismos y están dispuestos a tomar su vida en sus propias manos, me parece que el Análisis Existencial tiene mucho que decir. El logro de una identidad vocacional es aceptar el desafío de imaginar aquello en lo se quiere plasmar el si a la vida.
Me parece que la propia vocación es un descubrimiento que involucra las cuatro condiciones fundamentales de la existencia: Una adecuada percepción y aceptación de aspectos biográficos y condiciones internas como talentos, capacidades (ser hábil para los números, riguroso en el estudio, bueno en los deportes, etc.) limitaciones de orden físico o psicológico (tener mala memoria, poca paciencia o ser flojo para leer, etc.) y de las condicionantes externas, como posibilidades de financiamiento de un programa académico determinado, por ejemplo. Tener en consideración estos aspectos sería un primer paso en la disminución de la incertidumbre, al generar una base confianza para correr los riesgos que sean necesarios en la toma de decisiones.
En segundo lugar, para descubrir la vocación se requiere, por una parte, haber estado en contacto cercano consigo mismo y con otros y, por otra parte, expuesto a una realidad que permita confrontar cuáles son los temas de la vida verdaderamente valiosos para sí mismo, aquellos que conmueven y gratifican, que despiertan interés y las ganas de “hacer algo al respecto”: como por ejemplo, cuidar la naturaleza, ayudar a los demás, hablar muchos idiomas, emprender un negocio, hacer investigación científica, viajar por el mundo, cantar. Lo que se vaya vivenciando como positivo, a partir de esa relación cercana con el mundo de afuera, y que surge desde lo más subjetivo, será un valor personal que podrá llegar a plasmarse en acción.
La vocación también surge en la medida de un adecuado reconocimiento y delimitación de sí mismo, donde quizá lo primero será darse cuenta de lo que “no va conmigo”, para llegar a definir lo que verdaderamente es esencial, único y, por tanto valioso de la persona. Para dar este paso de consideración y aprecio por sí mismo es determinante la experiencia biográfica con otros cercanos. Esta delimitación permite que el joven no se desdibuje frente a la infinita información externa y no sucumba ante exigencias, presiones y expectativas externas, sociales y familiares, pudiendo realmente situarse en un lugar propio y con convicción. Esta condición existencial está fuertemente relacionada con el tema de la identidad y constituye uno de los grandes desafíos y batallas que libra el adolescente: la gran “tarea de la adolescencia”, como se mencionó al comienzo.
Todo lo anterior, para confluir en una toma de decisión vocacional libre y responsable, que se plasme en un proyecto realista y abierto, con posibilidades reales de ser expresado en acciones concretas y con sentido. ¿Carrera universitaria? ¿técnica? ¿Trabajar de mesero? ¿Viajar por el mundo? ¿Baile, teatro, deporte? Son múltiples las opciones a esta edad en que la vida, como nunca antes, interpela…Lo importante es que las elecciones estén basadas en valores y convicciones acerca de sí mismo, y además del sentido y trascendencia del propio actuar.
En resumen, para que el adolescente llegue a una identidad vocacional y pueda convertirla en decisiones con aprobación personal requiere de un diálogo consigo mismo que le permita conocerse y descubrirse, discriminando fortalezas y debilidades, y que, en consecuencia, lo muevan a realizar ciertas actividades en desmedro de otras. Por otro lado, también es necesario que experimente instancias para probarse a sí mismo en acciones concretas, donde pueda confrontarse con la realidad enriqueciendo su autoconocimiento. De tal manera podrá ir descubriendo ámbitos y actividades, que le resulten afines y, por lo tanto, verdaderas fuentes de gratificación. Ambas instancias de relación consigo mismo y con el entorno sentarán las bases de la decisión vocacional.
Sólo en la realización de la verdadera vocación se conseguirá la plenitud existencial, donde confluyen de manera armónica el quehacer cotidiano con los valores personales trascendentes.