En general, cuando se nos viene el pensamiento de la muerte, en particular de la propia muerte, es acompañado de un sentimiento de angustia con algún grado de intensidad. Hay individuos que al enfrentarse ante la sola idea de su muerte, entran en un pánico mayúsculo. Otros en tanto, reciben la muerte, en su último minuto, con gran serenidad. ¿De qué depende el nivel de miedo que nos genera la muerte?
Voy a narrar una vivencia que me impactó tanto, que la recuerdo con absoluta nitidez, a pesar de que han transcurrido casi sesenta años. Debo haber tenido unos trece o catorce años. Estaba en un hospital, visitando un pariente enfermo, y mientras esperaba sentado en el pasillo que me invitaran a pasar a la habitación, vi venir una señora de cabello blanco acompañada de un sacerdote con una sotana negra hasta el piso, como se usaba entonces. La señora abrió la puerta de una habitación que estaba justo frente a mi vista, alcancé a ver un señor anciano acostado y a su lado una enfermera de pie. Cuando entró el cura y antes que se cerrara totalmente la puerta, escuché el grito más aterrador y desgarradador del que tenga recuerdo. Se me puso la piel de gallina y mi corazón quedó golpeando fuerte en mi pecho durante mucho rato. El pensamiento que asocié con ese grito es el de una larga vida en la que la muerte no estuvo nunca contemplada, y al hacerse bruscamente evidente con la entrada del cura, esa vida se hizo absurda y sin sentido. El anciano moribundo no vio a la persona del cura, vio la calavera y su esqueleto sosteniendo la guadaña amenazante, y ante esa imagen su vida no se sostenía, sino, era aniquilada. Aniquilar significa reducir a la nada. En aquel momento pensé “no quiero morir así; para ello, no debo olvidar nunca que la muerte es tan real como la vida”. Así ese recuerdo ha estado conmigo para sentir la muerte como una acompañante amistosa, que me confirma cuando mis actos de vida se sostienen cuando ella venga a llevarme, o que me da una señal de alerta cuando no es así.
En última instancia ese diálogo con la muerte ha sido un diálogo con mi propia persona en el contexto existencial en que estoy en cada situación de mi vida. A veces he logrado mantener ese diálogo, otras no. Sin embargo, he aprendido a reconocer los valores de vida que mi respetada ‘amiga’ y acompañante aprueba o no, al menos para mi propia persona. Y tengo claro que el consumo por el consumo, la posesión por la posesión y el poder por el poder no me han sido aprobados. Sin embargo, veo que esos son valores de estos tiempos, que la sociedad cada vez se orienta más en esa dirección. Y por eso me explico el miedo a la muerte de nuestra cultura predominante que lleva incluso a la negación de ella, siendo que es nuestra única certeza, sustentada por la evidencia. Entonces significamos la muerte como la suprema aniquilación.
Exterminio y aniquilación
Exterminar es acabar del todo con algo. Durante la reciente dictadura militar, sostenida por un amplio sector de la derecha política y económica chilena, vivimos una cultura de exterminio, incluyendo las otras dos acepciones de exterminar señaladas por la RAE: ‘devastar por fuerza de armas’ y ‘desterrar’. El principal ícono del exterminio, aparte del dictador mismo, fue el militar en quien éste delegó el exterminio humano: Manuel Contreras, recientemente fallecido.
Exterminar, en tanto ‘acabar del todo con algo’, es la contraparte de ‘reducir a la nada’, o sea, aniquilar. Poniéndolo de otro modo, el exterminio puede ser la acción externa conducente a la aniquilación, como vivencia interna.
Acá quisiera hacer un distinción. No todas las formas de exterminio necesariamente conducen a la vivencia de aniquilación. A veces catástrofes naturales pueden llevar a exterminios masivos, en que se acaba del todo con algo, sea familias o poblados. Sin embargo, no necesariamente hay una reducción a la nada. Lo que esa familia o ese pueblo hicieron mantiene su valor y sentido tanto para ellos como para la sociedad a la que pertenecieron. Incluso en una guerra contra una potencia externa puede haber una vivencia similar. La sociedad derrotada puede darle el carácter de héroes o mártires a sus muertos. Las muertes tuvieron una significación valorada para los difuntos y para su pueblo.
El exterminio en la dictadura, por otra parte, tuvo otro carácter. Aquellos que fueron las autoridades elegidas por su pueblo fueron buscados como criminales por los propios encargados de protegerlos (militares y policía). Uno de los cuatro miembros de la llamada junta de gobierno, calificaba de ‘humanoides’ –es decir, pre–homo-sapiens– a comunistas, socialistas y de ideas similares. Así justificaba su exterminio o su reclusión en campos de concentración, como desechos de la sociedad.
El exterminio no sólo iba dirigido a la vida de personas, sino también a las ideas y pensamientos que combatía la dictadura y sus cómplices. Así se quemaban toneladas de libros, se deportaban artistas e intelectuales y se les quitaba la nacionalidad. Muchos de ellos lo vivían como una aniquilación, un ser reducidos a nada, ellos y su obra. Lamentamos las acciones del ejército islámico en su intento de exterminar todo vestigio cultural y religioso pre-Mahoma. Pero no es muy distinto al intento de la dictadura de exterminar todo vestigio del gobierno de izquierda pre-Pinochet y de todo germen de que se pudiese reproducir en el futuro.
En el hermoso artículo de Silvia Gómez en este número de la revista, ella nos deleita con su relato de los ritos del día de los muertos, en que sus cercanos los recuerdan y destacan en sus valores y los mantienen “más vivos que nunca”. Con los miles de detenidos desaparecidos durante la dictadura no podemos hacer algo similar. La sociedad, a través de sus normas, no los reconoce como muertos. No hay cuerpos que llorar. No hay velorios, ni funerales, ni día de los muertos para ellos. Estar perpetuamente desaparecidos es una forma de borrarlos, de hacerlos una nada, de aniquilarlos. Por eso es que el ocultamiento de la verdad por parte de las fuerzas armadas es inadmisible para la sociedad y no sólo para las familias.
La aniquilación es una amenaza mucho más angustiante que la muerte misma. Es en última instancia el trasfondo mismo de toda angustia.
La muerte es inevitable. Todo ser humano, todo ser vivo, ha de morir. Es condición de la vida, con su finitud. Pero no estamos condenados a la aniquilación. Quien vive existencialmente pleno, no es aniquilado al morir. Como la breve vida de las células del cuerpo que mueren cada día y cumplieron su función tuvo un valor, ya que gracias a ellas el cuerpo sigue vivo, así también el ser humano que vivió con plenitud y dándose con aprobación al medio social y al ecosistema de pertenencia, no se hace una nada al morir. Ni él, ni su obra, ni las huellas que dejó.