Día de Muertos, una mirada a la vida desde la finitud


A Don Héctor

Mi padre murió un 14 de octubre. El 2 de noviembre siguiente, en una ofrenda típica de la celebración de Día de Muertos en México, su foto se encontraba puesta al lado de su comida y sus golosinas preferidas: palanqueta (1) de cacahuate, chocolates, merengues. Todo dispuesto con la certeza de que él estaría tomando la esencia de esos alimentos en esa misma mesa, no de manera simbólica, sino con su presencia.

Papel picado de muchos colores, flores de cempasúchil (2) con su amarillo brillante, mole, agua, pan, sal, tequila, café con leche, veladoras para marcarles el camino a los muertos y un crucifijo que recuerda la promesa de fe de una vida después de la vida. Nada podía quitar el dolor de la pérdida de mi papá, pero un consuelo me llegaba al ver su imagen en ese altar que estaba preparado para recibirlo, a él y al resto de mis familiares que vienen cada año a visitarnos, aquellos que murieron hace más de 50 años y con quienes cada 2 de noviembre reestablecemos nuestros lazos de amor por medio de la ofrenda.

El Análisis Existencial habla de vida como una forma de ponerse en relación. Día de Muertos es una fiesta que con todo su contraste nos pone en relación con la vida al mirar de frente a la muerte.

El rito prehispánico que pasó por un sincretismo religioso como resultado de la conquista española, no olvida el tzompantli (3) azteca, quizá ahora representado por la calaveras de azúcar que llevan adornos floridos de colores brillantes y en la frente ostentan el nombre de los vivos como un recordatorio alegre de que un día ese será nuestro destino.

Se trata de una mirada a la vida desde la finitud. Conjuramos la angustia de nuestro destino cruzando el umbral de la muerte, adornándolo con flores, limpiando los huesos de nuestros muertos, decorando sus tumbas, tomando mezcal y comiendo mole sobre sus lápidas.

La experiencia de estar vivos que describe el Análisis existencial y los tres elementos (Vitalidad; fluir; emocionalidad) que distingue se concretan en esta fiesta: nos sentimos vitales mediante esta participación del cuerpo en lo sensible de la comida, los sabores y colores que se despliegan. Día de Muertos habla también del torrente de vida que concluye con la muerte: crecer, madurar y morir. Finalmente y quizá como el punto más profundo: sentir la vida, lo que me conmueve, sentir amor por los fallecidos, sentir el corazón que todavía late y el movimiento interno que indica que podemos recibir a nuestros muertos porque estamos vivos. Celebramos la vida, la nuestra, honrando a los que ya no están.

La muerte de mi padre, tan cercana a esta celebración me confrontó en dos sentidos. El primero de ellos: la pérdida de sostén, propio de la Primera Motivación Fundamental, ante la desaparición de quien durante 31 años me dio piso para poder avanzar en la vida con la certeza de que siempre había un sitio seguro para volver. El segundo, menos angustiante quizá más profundo, el cuestionamiento sobre la aprobación a la vida en circunstancias tan devastadoras. El dolor sentido por su ausencia. La falta de su voz levantaba un grito desesperado: ¿quiero esta vida? ¿Quiero esta vida que hoy me ofrece este sufrimiento?

Aquella ofrenda que pusimos tan solo 18 días después de su muerte, en la que su foto, sonriente, nos recordaba su maravillosa presencia, era testimonio de que aquel dolor era de tal magnitud, porque había existido un amor igual de grande. No había que negar el sufrimiento, porque al hacerlo negábamos también que podíamos sentir con esa intensidad como fruto del amor.

La pérdida de mi papá, Don Héctor, había sido prematura e imprevista. Tuvieron que pasar dos años para que yo pudiera dar una respuesta a la interrogante acerca de la vida y como señala Alfried Längle, extenderle la mano y tomarla para mí. Ya no se trataba más de la que mi padre me había dado al lado de mi madre. Era una nueva que me orientó a un cambio radical de carrera y a un trabajo personal de muchos años más.

Cada 2 de noviembre, la ofrenda vuelve a recordar los gustos de mi papá y su foto sigue ahí. Lo más importante es que, sin que el dolor haya desaparecido por completo, las lágrimas que llego a derramar frente al altar ahora se acompañan de la vivencia de agradecimiento por su propia vida. La mía no terminó cuando él se fue, por el contrario, hizo evidente el hecho de que hay algo más grande que ese mundo de mi existencia.

En un sentido, la vida se amplió con su pérdida. Al inicio el deseo más grande como coping, era dormir durante un tiempo tan extenso que al despertar el dolor hubiera desaparecido, al punto de caer en depresión. Y cada mañana al abrir los ojos, la realidad llegaba para confirmar que el peso de la muerte tenía que ser soportado para poder levantarse de la cama.

Sin embargo, muy en lo profundo, una parte seguía hablando de la vida, esa en la que uno fluye como un don y que sostiene porque no depende de uno mismo. Era la vivencia del valor fundamental que percibía como otra voz muy suave que hacía que mi corazón dolido siguiera latiendo y mis ojos se abrieran por la mañana y el sol saliera y sin sentirlo con mucha claridad, la vida me avisara que el mundo no había dejado de existir y eso era bueno.

Es más, el mundo seguía ahí, fluyendo y me invitaba a vivirlo con mayor amplitud e intensidad. Había otras estructuras de sostén más allá de las vividas dentro de mi casa y era necesario atreverse a experimentarlas. La vida tenía que tener sabor nuevamente, había que encontrar el gusto por vivir bajo estas nuevas condiciones, porque la realidad lo permitía, porque era posible.

La muerte se convirtió en tierra fértil para sentir la vida. Como una ofrenda de Día de Muertos, lentamente comenzamos a llenarnos de colores, de experiencias, de amores, de familia, todas esas cosas contenidas en el altar y que nos hablan de lo bueno, lo valioso. Nos abrimos a la vida con todo su dolor y con toda su alegría.

Desde ese 14 de octubre, se han sumado otras tantas fotos a la ofrenda de muertos de mi familia y sumamos también platillos y bebidas dentro del altar. Mi pequeña sobrina de 7 años, participa en la “puesta de la ofrenda” y se acostumbra a la idea de que vendrán a comer y beber todas esas personas que no conoció y cuyas fotos, algunas del siglo pasado, se acomodan cada vez más apretadas dentro de la mesa decorada. Ella escribe sus nombres en pequeñas tarjetas de colores y las coloca con cuidado. Una de esas tarjetas dice: “Abuelito Héctor”.

Ahora siento ternura al mirar que gracias a ese altar la memoria de mi padre y el amor que él nos dio se filtra en la existencia de mi sobrina y encuentre que al recordarlo y consentirlo en ese día nos vinculamos a la vida con alegría porque esperamos ansiosos esas presencias que no nos asustan. Son nuestros muertos más vivos que nunca. Somos nosotros recorriendo el camino a la muerte recordando que se adorna con colores y flores y aromas y sabores, porque siempre la vida es tan buena, que vale la pena regresar del más allá a disfrutarla de nuevo.

Xavier Villaurrutia lo diría con la belleza de su poesía Décima Muerte:

La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.

1 Dulce hecho con azúcar quemada y pepitas de calabaza, cacahuate o nueces.
2 En los templos aztecas, lugar donde se colocaban en filas los cráneos de las víctimas.
3 Planta originaria de México con flores amarillas o anaranjadas, con olor fuerte, que tiene usos medicinales y ornamentales.

Silvia Gómez

Licenciada en Periodismo
Formación en Análisis Existencial en GLE México- IMAE

itze.gomez@gmail.com

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Finitud - Finitude/ Muerte - Death
México
N° 14 - 2016