Siendo médico general en Rengo, tenía que definir un área de especialización. Sabía que mi ideal era trabajar con niños. Un año después nació mi primera hija y la idea de ser pediatra dejó de ser atractiva al asociarla a someter a los niños a procedimientos dolorosos y aunque fuera “por su bien”, yo sentía que no iba a ser capaz de soportar eso, reconociendo mis limitaciones.
Me motivaba la especialidad de Psiquiatría Infanto-Juvenil, por sentirme tocada internamente por niños que no lo pasaban bien, que sufrían, que se angustiaban, por los que nadie se preocupaba de preguntarles qué les ocurría. Sentía la imperiosa necesidad de convertirme en la voz de esos niños y niñas, ante sus familias, ante el mundo, de comunicar que cuando sus padres pelean, ellos sufren, que les duele y se asustan cada vez que su padre llega borracho, que sufren en silencio por el espantoso e inexplicable hecho de ser abusados por quien se supone debe cuidarlos…
Seguí esa voz interior y me convertí en Psiquiatra de niños y adolescentes. De eso ya han pasado 11 años, periodo en el que he trabajado con muchos niños, niñas y jóvenes traídos por una serie de síntomas y quejas de sus cercanos, padres, escuela, etc. En la inmensa mayoría de los casos nadie se ha detenido a preguntarles ¿Qué te pasa?, más bien sólo han recibido reproches. En muchas familias hoy persiste el convencimiento de que los niños no sufren, de que la infancia es siempre feliz, de que no se dan cuenta de lo que sucede a su alrededor. Adultos que no logran explicarse el origen ni el contenido de su tristeza ni la baja en el rendimiento escolar. Cuando les respondo sobre qué le ocurre a su hijo o hija, se sorprenden con la idea de que la reciente separación de los padres, por ejemplo, les pueda haber afectado.
En ese contexto, me tocó atender a una jovencita de 12 años que llamaré María, quien presentaba hacía un mes un cuadro clínico caracterizado por mucha inestabilidad emocional, alucinaciones visuales y auditivas, crisis de angustia con conductas tales como esconderse, agitación, incluso lesiones autoprovocadas (rasguños de brazos y piernas). Previamente un prestigioso psiquiatra le había diagnosticado un cuadro conversivo e indicado fármacos; otro médico alarmó sobre una posible psicosis.
María, hija única de padres separados hacía algunos años, vivía con su madre, y mantenía una relación cercana y frecuente con el padre, cursaba enseñanaza básica en un colegio privado, con muy buen rendimiento escolar, buenas relaciones sociales con sus pares y era catalogada como líder. Otros antecedentes señalaban una Depresión Postparto en la madre –con tratamiento farmacológico hasta la fecha- y que obligó a suspender la lactancia materna. Producto de la separación de los padres, María y su madre se cambian de domicilio y de colegio.
Profundizando la mirada más allá de los síntomas, María me pareció una niña inteligente en su modo de hablar y relacionarse, despierta, establecía buen contacto, pues se notaba presente y su miraba estaba atenta en la entrevista, pero angustiada, asustada por lo que le estaba ocurriendo, al punto de referir que NO podía hablar de lo que le pasaba, “la niña” a la que veía, se lo prohibía, amenazándola con hacerle más daño si hablaba…Con honestidad, claridad y calidez, intenté empatizar con ella, validando sus sentimientos, explicándole que mi único interés era tratar de ayudarla, pero que no podía hacerlo si no me contaba lo que le ocurría. Me explicó que esto le sucedía ya hace tres meses, pero que nadie de su familia se había dado cuenta; de hecho fue derivada por el colegio que observó cambios en su conducta. Describió a la niña que veía: de unos 8 años, vestida de blanco, “tiene la boca cocida con hilo”, aun así ella lograba escuchar lo que le decía, sabía que sólo ella la veía, enjuiciando la experiencia como anormal. La frase “boca cocida con hilo”, me llamó la atención, quedando consignada en mi memoria, sin comprenderlo del todo aún.
Mi parte médica me permitió descartar una psicosis, pues había juicio de realidad, pero la gran angustia y su ánimo bajo, me tocaban, formándome la impresión de que María sufría y tenía miedo; estos sentimientos parecían graves e intensos, al punto de alterar significativamente su funcionamiento en el colegio como en su casa, ante la percepción de una amenaza de su existencia. Experimentaba mucho miedo de estar sola, razón por la que el colegio recomendó cerrar su año anticipadamente, medida que ella aceptó. Cambié la indicación farmacológica e inicié un proceso psicoterapéutico, de manera semanal.
En las primeras sesiones María planteó que no quería hablar y nos dedicamos sólo a jugar, se mostraba entretenida; lograba reírse. Intuitivamente, pese a su declaración de no querer hablar, sentía su necesidad de hacerlo, por lo tanto me la jugué y esforcé por tratar de establecer un vínculo de confianza con ella. Sin insistencias me fui acercando, ofreciendo un puente relacional y consideración, en cada sesión le preguntaba primero por ella ¿Cómo estás…hoy?, ¿Cómo están las cosas?…¿Cómo va el tema de “la niña”?
Habiendo generado un piso de confianza suficiente para ella, a las tres semanas, me comentó que ahora, además de la niña, veía también a sus padres, mostrándose muy hostiles con ella, la amenazaban, le impedían hablar…Me trajo algo escrito en su celular, donde refería saber por qué se le aparecían: “su madre les hizo algo”, y no me cuenta nada más, de hecho, me pidió en ese momento reserva y confidencialidad, a lo cual accedí, y me mantuve fiel y apegada a mi palabra comprometida con su deseo.
Desde el sentir fenomenológico, se fue configurando en mí la sensación de que algo estaba pasando en la vida de María en la relación con su madre, percibí temor ante la figura materna, por lo que le planteé la posibilidad de tomar distancia de ella y acercarse más a su papá. María accedió -de hecho pareció aliviada- y así se lo hice saber al padre, ante lo cual él se mostró dispuesto y contento.
De regreso de vacaciones, se veía bien, tranquila, con un piso más estable y una sensación de mayor seguridad. Retomamos nuestras sesiones de juego, y con mayor apertura hizo comentarios a la pasada: “me gustaría irme a vivir contigo”, como también, que no tenía opción de decir lo que pensaba. Finalmente que se sentía obligada a ir a un viaje con su madre por las vacaciones, pero que no quería. Como una forma de reconocimiento y delimitación personal, fuimos validando su sentir y su derecho a plantear lo que piensa y siente, aún cuando hay situaciones en las que no puede elegir.
Para entonces, María refiere seguir viendo a “la niña”, insiste en no hablar de ella, pero agrega que ya no tiene la boca cocida, a la vez que había dejado de autoagredirse. Considerando la evolución que tuvo y la información que ofrecía en sus palabras, estimé que los fármacos no habían tenido un gran efecto, decidiendo una baja progresiva de los mismos, ante lo cual María se mostró muy de acuerdo.
Llegado el inicio del año escolar, María manifestó abiertamente el deseo de no regresar a vivir con la madre, y su preferencia por vivir con su papá. Con su aprobación, cité a ambos padres. Él creía que la madre no accedería; contrariamente, ésta no opuso resistencia e incluso declaró lo conveniente que sería tener más tiempo para ella misma. Esta actitud contrastaba con su declaración inicial de interés y preocupación por su hija, como también el hecho de que durante 3 meses no acompañó a su hija a la consulta; la niña asistía con el padre.
María siguió viniendo a psicoterapia, volvió a ser una niña alegre, retomó su asistencia a clases, como la relación con sus amigas, sus características de líder natural y rutina deportiva. Continuó viviendo con el padre y los abuelos paternos, visitando a la madre los domingos y y alojando una vez por semana con ella. Estas regularidades le permitieron percibir un espacio seguro y estable, condición necesaria para poder ser. Sus vínculos se vieron fortalecidos, con un consecuente fortalecimiento de la confianza en otros como en sí misma, respecto de sus percepciones, sentimientos y derechos. En ese periodo, un día me comentó que la madre cada vez que la veía, le decía cosas muy hirientes de ella, del padre y de mi persona, pero en el intertanto desarrolló un poder: se atrevió a luchar y oponer su voz contra los comentarios de su madre. En sesión, fue reconociendo lo propio, sus capacidades y gustos, mejorando su imagen y construyendo su autoestima a partir de la experiencia de que en el espacio terapéutico podía ser ella misma.
Un punto culmine ocurrió un día cercano al Día de la Madre. Ésta le pidió que le escribiera una carta expresándole lo mucho que la quiere, pero ella no estaba de acuerdo, pues no encontraba correcto mentir al respecto, porque no lo sentía así, dando luces sobre un posicionamiento personal auténtico y conciente. Pero también estratégico y empático, pues sabía que si no lo hacía aumentaría la irritabilidad de la madre, además, anticipó que ésta se sentiría muy triste. Como terapeuta, tomé en serio sus palabras, validando ambas posiciones. Buscando su aprobación interna y su sentir como correcto y honesto hacia sí misma, como alternativa le sugerí escribir una carta donde desearle algo que ella sintiera realmente como bueno para su madre: desearle un buen día, integrando ambas partes de su sentir hacia la madre como hacia ella misma; es decir, reconocer en algo a la madre, pero sin tener que decir cosas que no sentía ni mentir, mostrándose aliviada y conforme con esta opción.
Esta experiencia muestra un proceso en que viéndose a si misma, delimitándose, logra diferenciarse de su madre y verla también a ella. Con convicción, a la semana siguiente, me contó que decidió no escribir ninguna carta y que estuvo bien así para ella; también que su madre se cambiaría de casa y allí no habría una habitación para ella…
Si bien María siguió mejor, continuó viendo a “la niña”, cada vez con menos frecuencia, y sin perturbarse tanto, logrando soportar mediante la percepción de sus capacidades y de su propia imagen, esa situación, pero aún quedó camino por andar.
Desde mi percepción y juicio, el vínculo con la madre no fue nutricio, y ante la ambivalencia de la madre, María no lograba comprender el doble discurso de ésta, protegiéndose mediante reacciones de coping de tipo huída, ante la amenaza a su poder ser en el mundo como poder ser sí misma. Ante la ambivalencia percibida no encontró el espacio para poder desplegar lo suyo, su ser persona, para construir una identidad basada en el reflejo especular que le debería devolver su entorno. Con el tiempo, María, pudo percibir otro tipo de relaciones interpersonales, donde ella puede ser quien es, una linda, alegre y sensible persona, que merece ser querida, considerada y tratada con justicia.
Mi motivación para relatar brevemente algunos fragmentos de este caso, es justamente para evidenciar la relevancia del mirar fenomenológico y el trato con la persona que constituye cada paciente, ya que en otras circunstancias, la niña podría haber sido sobremedicada, o bien hospitalizada en una institución psiquiátrica, con las secuelas de la estigmatización, el retraso escolar y el progresivo deterioro de su identidad, germen para desarrollar un trastorno del desarrollo de la personalidad. En cambio, ser vista de ésta manera, con sus recursos y propiedades, le ha permitido seguir un curso de desarrollo normal que le permitirá convertirse en una adulta sana.