Me ha costado escribir este artículo cuyo tema es lo femenino. Van cinco versiones, y me pregunto por qué.
Empiezo de cero, una vez más. Y trataré de ser lo más veraz y lúcida posible.
Marzo es el mes de la mujer. Y este tema de la liberación femenina, de los derechos de la mujer, de la equidad, etc., me ha rodeado durante toda mi vida. He estado inmersa en estos temas, desde que tengo uso de razón.
Lo primero que me complica de este tema es lo “políticamente correcto” que resulta. Y yo, por definición, desconfío de lo políticamente correcto porque impone un prejuicio del cual es muy difícil abstraerse o apartarse (¿quién querría ser políticamente incorrecto, no?).
Lo segundo es que entre el discurso y la realidad hay una gran diferencia.
Cuando yo iniciaba mi vida profesional ya había sido propuesta esta promesa de plenitud que le correspondería a la mujer por poder ser profesional, además de mujer y madre.
La realidad, que he visto, en muchas oportunidades, y vivido personalmente, es que esta multiplicidad de roles es en verdad una carga muy pesada y a veces desgarradora. Recuerdo cuando mis hijos eran pequeños y yo insistía en consolidar mi carrera de directora creativa; el dolor de dejar a mis hijos en la mañana y la dificultad de dejar los proyectos más desafiantes a última hora de la tarde.
Además de la culpa permanente por no poder estar ahí, con mis hijos, acompañándolos, criándolos, cuando más me necesitaban.
Y por otro lado, el esfuerzo permanente por demostrar que era capaz de llevar con éxito los proyectos a buen término.
Mi decisión de trabajar no era trivial, no era un capricho. Realmente mi trabajo aportaba a las finanzas familiares. Y eso también era importante para el futuro de mis hijos.
Por supuesto a esta mujer “sobre-extendida” no le queda tiempo ni energía para dedicarse a su pareja. Y las amistades, además de los intereses personales pasan a un lejano segundo plano.
Por lo tanto, de plenitud, no mucho…Y en cambio, sí, una gran carga de trabajo. Mucho mayor que la que vivieron madres y abuelas.
La tercera dificultad, es la imposición de competir – de igual a igual – con los hombres.
Es decir, jugar un juego que ya existe, basado en competir y no en cooperar, usar, lograr, imponer…
Personalmente, tuve el criterio suficiente para no alienarme, y me mantuve fiel a la empatía, la entrega, la delicadeza y la dulzura. Pero conozco a más de una mujer exitosa, tan fría y dura como el más ambicioso de los gerentes. ¡Qué perdida! ¿No? Al menos a mí me lo parece…
Otra dificultad con la que me topé fue intentar definir “femenino” versus “masculino”, dos grandes clichés.
¿Cuánto hay de cultural, cuánto de biológico?
Durante mi vida he visto cambiar el significado de “femenino” más de una vez…y siempre con el mismo grado de convicción.
Al parecer la definición de “femenino” es más bien subjetiva, y por eso me voy a tomar la libertad de describirla tal como yo la percibo y la siento.
Para mi lo femenino es esa forma de ser que es capaz de anteponer al otro a sí mismo. Tal como lo hace una madre con su recién nacido.
Si aceptamos esta definición podremos apreciar su impacto: esta forma de ser lleva a otro modo de relación. Ya no se trata de “lograr”, “controlar”, “dominar”, “usar”, sino de “cercanía”, “apoyo”, “entrega”, además de alegría y orgullo al ver cómo el otro crece. Tal como lo vive una madre cuando su cría aprende a moverse, caminar, hablar, correr.
Me gusta pensar que esta dulzura, esta generosidad de “madre tierra”, es la esencia de lo femenino. Y no estoy sola. No en balde, desde la Demeter griega hasta la Pacha Mama andina son figuras femeninas y maternales.
¿De qué sirve, qué aporta “lo femenino”? ¿Cómo sería la comunidad, la educación, el trabajo, el mundo, si esta fuera la forma de relacionarnos?, ¿Cuál sería la entrega de las personas a sus trabajos si se sintieran vistas, cuidadas?. Esto no significa que lo masculino no tiene lugar. Pero sí que – si se trata de incorporar a la mujer, también corresponde incluir lo femenino en todos los ámbitos de la vida. Es decir, femenino y masculino, tal como corresponde a una comunidad de hombres y mujeres.
No en balde somos, en primer lugar, personas; completas.
Recuerdo que cuando entré a la adolescencia, algunas amigas de mi madre me preguntaron cómo era para mí eso de convertirme en mujer.
Y yo sentía que “ser mujer” significaría un “no ser” hombre, no ser aquello que es masculino y que la infancia aún contiene, sin diferenciar – al menos de manera marcada – lo masculino de lo femenino. (Al menos mi infancia tenía ese maravilloso grado de libertad).
Esta renuncia a una parte de mi misma me parecía injusta. ¿Por qué, si he sido yo misma, en este rango, más amplio, debería ahora hacerlo más estrecho, más específico?
Recuerdo haber contestado entonces, con vehemencia: “No. Yo soy persona. ¡Primero soy persona y luego, soy mujer!”
En una novela que he leído y re-leído, y que transcurre en la prehistoria (Los Hijos de la Tierra de Jean Auel), la protagonista, Ayla, es expulsada de su comunidad y decide, a pesar de su soledad y su pena, sobrevivir. Para ello aprende las tareas del hombre, que antes le habían sido prohibidas: cazar animales grandes, fabricar las armas necesarias, defenderse de leones y hienas…Es decir, algo parecido a la liberación femenina total.
Pero al mismo tiempo, logra conservar, intactas, su dulzura y su capacidad de empatía, recogiendo y cuidando crías de animales, huérfanas o enfermas.
Un ser humano, completo.
En mis años de madurez, cuando descubrí en el Análisis Existencial esta valoración del ser Persona, como el núcleo esencial de todo ser humano que ha llegado a su propia esencia, reconocí con alegría esa añoranza de plenitud que intuí en mi adolescencia. Lo masculino/femenino, valorado pero más externo, periférico.
Creo que es razonable pensar que todos tenemos estas capacidades femeninas y masculinas, expresadas en distinto grado en el hombre y en la mujer. Y de manera variable en distintos individuos.
Y me parece obvio que deben expresarse, por igual, en nuestro medio. Porque ambas son parte de lo humano.
Eso es lo que he tratado de hacer en mi vida.
Como Ayla, que no se achica ante amenazas o peligros (“como todo un hombre”), pero que encuentra sentido en la entrega al otro, al cuidarlo, apoyarlo y verlo crecer y desarrollarse (como lo haría una madre, una mujer).