Cambiar la educación, ir hacia un sistema más justo, más inclusivo y de calidad es el desafío que el nuevo gobierno debe lograr por mandato de la ciudadanía. Un sistema segregado en el que las familias pertenezcan a círculos sociales determinados por su capacidad económica ya no se resiste.
No es posible que la escuela siga siendo un espacio de aprendizaje que no acoja las demandas de hoy, los jóvenes bien lo hicieron ver, cansados de la mediocridad de la enseñanza, caracterizada por largas estadías en el colegio, en la que estando la mayor parte de su tiempo en el colegio, pero cuyos resultados no son significativos para tener mejores oportunidades a la de sus padres. Bien lo sabe el nuevo gobierno, que éste es tema central. No es cuestión de oportunidades del mercado.
La experiencia ha demostrado que tanto en salud como en educación, las bases fundamentales deben estar marcadas por un programa pensado para el bienestar de las personas no de los clientes, de la comunidad no de los consumidores. No es el mercado el que regulará la calidad e igualdad, si no la capacidad de re formular el sistema, para asegurar una mejor educación para todos.
Sin duda, estamos frente a un escenario que ofrece la oportunidad de vivir un tiempo de cambios en educación. La sola voluntad política no logrará, por si sola, unilateralmente, el desafío; tampoco la sola mirada de los estudiantes. Será importante la incorporación de una actitud dialógica, que incluya la voz del otro –profesores, estudiantes, autoridades, actores sociales- donde lo mio y lo tuyo sea visto, y considerado, para llegar a un “lo nuestro”.
Como hábito, en educación, estamos acostumbrados a las reformas. Los profesores nos hemos hecho expertos en cambiar el lenguaje cada cuatro años, adquirimos nuevos conceptos haciendo nuestras las palabras que se instalan para marcar la diferencia, se adecuan los instrumentos al nuevo mandato. Así también el mercado nos surte de herramientas, materiales y libros.
Esta práctica es una dinámica propia del mundo escolar. Recuerdo que en mis primeros años de trabajo escuchaba a mis compañeros decir: “llevo tres reformas en mi cuerpo”, hoy con los años comprendo el significado de ese comentario. Creo que representa un estilo de relación en educación donde los cambios son realizados por decreto o mandato, y por lo tanto, se hacen todos los movimientos necesarios para lograrlo, cambia la terminología pedagógica, se modifican las planificaciones, el horario, los manuales de convivencia, la infraestructura, se reemplaza la pizarra de tiza por pizarra electrónica, se ofrecen capacitaciones, actualizadas a los nuevos programas, etc. Sin embargo, en el fondo: “Nada cambia”.
Conozco la impotencia y la frustración de los buenos profesores, que se ven obligados a gastar energías para mover contenidos, adaptarse a las nuevas formas sin poder atesorar su propia experiencia. En este tema he visto y he vivido las sombras de mi profesión, yo misma me descubrí con una coraza defensiva, que en el largo plazo me hacía daño, pero que, en ese momento me protegía como profesora de gastos de energía sin sentido, porque por lo general, no somos preguntados.
Los que amamos el oficio, nos hemos visto muchas veces obligados a ajustar nuestras creencias pedagógicas a los nuevos programas, además, a hacernos confiables en un mundo que mira con sospecha nuestro trabajo, entre otras razones porque, en realidad no somos capaces de cubrir lo que los programas prometen, o porque, por un lado queremos generar aprendizajes con significado para nuestros alumnos, a la vez de responder a los indicadores de las pruebas estandarizadas.
He compartido con profesores expertos en adaptarse a las nuevas exigencias, que no obstante, no se detienen a conectarse con aquello que realmente les sucede. Para sobrevivir a la tarea, aprenden con una habilidad fascinante los discursos pedagógicos de moda: la taxonomía de Bloom, el andamiaje de Bruner, pero no logran mirar con humildad y autocrítica su propio trabajo en la sala de clases, sienten como amenaza cualquier observación.
Hay un buen número de profesores que han desarrollado una manera de relacionarse para sobrevivir día a día. Mi experiencia me permite ver en esta actitud adaptativa la ausencia de una actitud autocrítica del propio trabajo en la sala de clases, construida sobre la base de sentimientos de amenaza ante cualquier observación. Veo en esto la ausencia de la toma de contacto personal con el propio quehacer y lo que allí ocurre.
El sistema educacional no promueve que los profesores sean dueños de su clase, estos se sienten impelidos a congraciarse con la autoridad de turno, en una actitud pasiva, recibiendo acríticamente de parte de supuestos expertos -no docentes- lo que es bueno para la educación; además lidian con la descalificación de algunos padres, no tienen espacio para decir lo que ocurre en su espacio pedagógico, y cuando lo tuvieran, es tanta la presión, que terminan no creyendo en el valor de su mirada.
No hay cambio sin diálogo, y para ello es importante generar los espacios y los movimientos necesarios para que los profesores, parte central del sistema, sean escuchados.
Es necesario cambiar esta relación en que el profesor se siente excluido en la conversación que define el rumbo de la educación, exigiendo que tome su lugar, y por supuesto crear las condiciones para que se incorpore a un diálogo verdadero, donde sea escuchado con aprecio y respeto, donde pueda poner su ser sin sentir amenaza.
Esta declaración no es un sueño alegórico, es un imperativo necesario para que ocurra el cambio, para que no sigamos gastando energías en movimientos cosméticos, que en el fondo no logran transformaciones que llegan al corazón de las personas.
Tuve la oportunidad de dar un taller de inclusión educativa para profesores de un colegio, quise desarrollarlo respetando de manera explícita la condición profesional de los participantes y ser muy cuidadosa de no imponer, si no construir con ellos, dando espacios para que puedan trabajar tanto las condiciones necesarias para incluir a niños con necesidades educativas especiales, como las propias.
Los invité a describir el territorio, cómo se da la inclusión en ese colegio en concreto, a compartir sin miedo qué les pasaba en lo personal con el tema, que compartieran experiencias de vida, que se atrevieran a plantear los miedos y que ellos le dieran el sentido al proyecto, desmitificando la imposición, el mandato ético al que debieran adherir y que naturalmente está pleno de sentido.
Esta modalidad dialógica, participativa y cercana permitió que fueran bajando sus barreras, se fueran sintiendo incluidos, considerados, escuchados, vistos, respetados y cuidados.
Todo aquello implicó que hicieran suyo el desafío de hacer clases que respetaran las diferencias sin quedar ellos fuera, aceptando sus propias debilidades, comprendiendo que pueden pedir ayuda y equivocarse.
Pienso que junto con los cambios macros, se requiere crear espacios de intercambio, donde el diálogo sea fundamental, así contaremos con la persona del profesor, de verdad, no de manera utilitaria para dar comienzo a un cambio clave que hará posible una nueva relación.