La muerte de un ser querido es una vivencia de gran tristeza en nuestras vidas; se experimenta un sentimiento de profundo dolor ante la pérdida y suele hacerse presente la angustia. Frente a ese momento surgen reacciones de coping (RR.CC)[1] que nos ayudan a soportar. Son espontáneas, simplemente aparecen como mecanismos de defensa, protegiéndonos ante una situación que no nos gusta y no podemos procesar en ese momento, ayudándonos cuando el poder ser ahí con ese dolor no es posible.
[1] Reacciones Psicodinámicas
Pude observar durante la pandemia cómo la angustia no sólo aparece ante el hecho mismo de la muerte, sino también frente a la amenaza de ésta. Para algunas personas: pacientes, amigos y conocidos, con quienes hablé, quienes vivieron la hospitalización de algún familiar cercano, el sólo hecho de plantearse la posibilidad de la muerte, les resultaba insoportable de sostener. Algunos no hablaban del tema, evadiendo aquello con lo que no podían lidiar. Otros caían en un estado de negación en donde se aferraban al “pensamiento positivo” sin poder aceptar la realidad que ocurría; algunos de ellos comenzaban a ocuparse con actividades que les ayudaban a desconectarse de aquello que dolía.
Recuerdo la sesión con una paciente, quien sin que su madre estuviera enferma, ni en riesgo de estarlo, le aterraba el solo hecho de imaginar el día que muriese. Se enojaba mucho con ella cuando hablaba del tema, incluso había llegado a pensar que, si aquello llegase a ocurrir, su vida perdería sentido.
Cuando la muerte se presenta en un diagnóstico clínico, se nos aparece aquello que amenaza con llevarse lo que es valioso para nosotros. Se comienza a vivir como un sentimiento de finitud palpable, en donde nos enfrentamos a lo que es inaceptable para nosotros, al menos en ese momento. Cuando eso ocurre, a veces no se puede entrar en relación con uno mismo, con los sentimientos, y dejar ser ese momento, aunque duela. Dejarse tocar por la pena y por esa herida que sangra a través de las lágrimas, darse tiempo para ser ahí con los sentimientos que aparecen, aceptando la posibilidad de la muerte de aquella persona que es importante en nuestra vida.
Comencé a vivenciar la muerte de mis cercanos hace bastantes años. Los primeros fueron mis abuelos paternos, con quienes viví durante mi infancia y parte de mi adolescencia, eran figuras muy significativas para mí ya que me crié con ellos desde los 4 hasta los 17 años. Aun así, su muerte fue esperable para mí, no sin un sentimiento de profunda tristeza, pero en ese entonces mi lógica me decía ¡ya estaban viejos! Me calmaba el hecho de sentir cierto grado de “normalidad” en el morir de un viejo, me tranquilizaba pensar que sólo con la vejez viene la muerte, no antes. Esta creencia me daba cierta seguridad y confianza…quizás me habría venido bien preguntarme ¿cuándo es un buen momento para morir?
Conforme pasaron los años la muerte me comenzó a sorprender… ya no eran viejos los que morían.
Mi madre aún era joven cuando murió. Era vital, alegre y locuaz, de sonrisa fácil, mirada chispeante y risa contagiosa. Yo me la imaginaba cuando fuera vieja, tan empapada de vida como en ese momento. Falleció una madrugada luego de tres meses de una, afortunadamente, corta enfermedad.
La noticia de su cáncer la recibimos una tarde en la consulta médica. Las palabras “le queda un mes de vida” retumbaron como eco en mi cabeza y fueron vivenciadas por mí como una sentencia. Recuerdo ese momento como si el mundo fuera inmenso y yo muy pequeña; la sensación de falta de piso apareció amenazante. El dolor se hizo palpable, el pecho se me apretó, el mundo se hizo estrecho y la angustia emergió en pleno ante la muerte inevitable de mi madre.
Recuerdo haber permanecido en un estado de no aceptación durante un tiempo, lo que me llevó a estar en una constante búsqueda. Visitamos a varios médicos alópatas, también homeópatas y algunos chamanes, etc. Buscaba a toda costa evitar su muerte, aferrándome a toda esperanza de cura.
Analizando esa etapa de mi vida puedo ver como el Activismo me mantenía ausente de entrar en relación conmigo y la tristeza que me tocaba. Estar en el constante “hacer” alimentaba la distancia de aquel momento que, para mí era inaceptable, pues me distraía de mi dolor con el cual simplemente no podía conectar. Pero ¿qué es lo que era insoportable para mí? Mi mirada se vuelve hacia ese momento y logro comprender que su ausencia ya estaba siendo palpable… y me dolía mucho.
Conforme pasaba el tiempo la muerte comenzaba a acercarse y yo aún estaba en negación. Las estadías en el hospital cada vez duraban más. Mi madre estaba cada día más débil, hasta que no pudo volver a su casa. Su estado era frágil y requería de atención médica constante. A partir de ese momento las visitas eran más cortas, había restricción horaria y no podía estar con ella todo el tiempo que quería.
Un día, mientras sostenía sus manos en el hospital, pude verla en su sufrimiento y dejé, por un momento, de ver sólo el mío. Como una epifanía emergió la comprensión que este proceso no se trataba sólo de mí, sino también de ella. A partir de ese instante tuve la posibilidad de considerar que la muerte podía ser para mi madre un alivio, aunque para mí fuera un dolor…y entonces pude trascender a ello. Tuve la oportunidad de ver el valor que podía tener la muerte para ella.
Durante los días siguientes aproveché cada momento con mi madre. Recuerdo haberme tomado vacaciones, con el propósito de aprovechar el mayor tiempo posible con ella. Sostenía su mano en los momentos de dolor. A veces hablaba con cierta incoherencia. Sólo me nacía tomar su mano acariciar su cabeza para que sintiera que no estaba sola – ¡Todo va a estar bien, no te preocupes! ¡Estoy contigo!
Agradezco cada minuto de esos momentos.
Fue un viernes 15 de agosto, alrededor de las 6 a.m. cuando sonó el teléfono. Mi hermana, con voz audiblemente angustiada, sólo pudo decir – ¡Carola…la mamá! -. Los momentos que vinieron luego de esa llamada se transformaron en trámites de rigor que me alejaron de mi sentir. Era más fácil estar ocupada, nuevamente estar ocupada era un salvavidas.
Posteriormente, lo más difícil desde mi propia experiencia en el duelo fue conectarme en el día a día con la ausencia. Ya no había llamadas telefónicas, ni visitas, me faltaba el contacto físico. Esa falta generó un espacio y “la eché de menos”.
Volví inmediatamente a trabajar después del funeral. No quise tomarme tiempo para mí; sostener el dolor que me provocaba su ausencia me era insoportable. Nuevamente el Activismo vino a socorrerme. Intentaba mantenerme ocupada el mayor tiempo posible. A veces lloraba a escondidas, cuando las lágrimas eran incontenibles, y en las noches, cuando todos dormían en casa. Que los demás me vieran en mi dolor, también era verme a mí misma. En la soledad me parecía más controlable la situación.
Me tomó un tiempo y poco a poco fui procesando la ausencia, pude hablar sobre el sentimiento de orfandad que se hacía más palpable y que… dolía. Le di espacio a mi tristeza. En ella se reflejaba el “valor perdido” y era justo para mí que me dejara ser en mi dolor. Comencé a sentir más confianza en que la tristeza iría mermando; con el tiempo me iba adaptando a su ausencia. Mis hijos eran pequeños y pude responder a las preguntas sobre su abuela, el espacio vacío se llenaba de recuerdos, anécdotas, historias lindas.
El duelo es un proceso personal, la duración y dolor que ello conlleva radica en la resistencia de no poder aceptar ni soportar la pérdida. Como se plantea en el Análisis Existencial Contemporáneo (Längle), cerrarse a la posibilidad de dejarse tocar por la tristeza prologa el sufrimiento, entonces no hay un proceso de duelo. Mientras estoy en RR.CC, como evitación, activismo, rabia, etc., aún no inicio este profundo proceso de reconectarme conmigo y con mi vida. El inicio está en el Aceptar, incluso antes de la muerte física, aceptar que sí, es posible que esa persona que es valiosa en mi vida muera, y confiar que a pesar de todo yo puedo ser ahí con mi dolor.
Poder hablar de mi madre con mis hijos y mi hermana, me generó una nueva forma de relación con ella. Sin duda ya no era de la misma forma, ahora era diferente. Aún había una relación, y una forma de acercarnos a ella fue celebrar su cumpleaños, un brindis cada 22 de marzo agradeciendo los momentos vividos y la oportunidad de haber sido sus hijas.
Referencias
Längle, A. (2018). Libro de Texto para Formación en Análisis Existencial. La Segunda Motivación Fundamental de la Existencia. Manuscrito de trabajo no publicado.