Una muerte calma tras una vida intensa

A Calm Death after an Intense Life


Introducción

I El Caso

He dividido este artículo en dos partes: la primera es una descripción del caso, buscando que el lector se acerque a una comprensión emocional y compasiva de la paciente y de las condiciones existenciales que la han llevado a su sufrimiento. En la segunda parte se presentan conclusiones diagnósticas y de tratamiento psicoterapéutico desde el enfoque analítico–existencial.

Hace algunos días me llamó Enrique[1], aún en estado de shock, para comunicarme que su esposa María había fallecido durante esa noche, mientras dormían, por un paro cardíaco. En algún momento la tocó y la sintió fría. Estaba muerta. Había cumplido recientemente 42 años. Murió sin percatarse, tranquila, serena, en aparente paz.


[1] Todos los nombres son ficticios, con el fin de proteger las identidades

¡Qué muerte tan calma para una mujer que tuvo una vida tan intensa y sufrida!

La noticia me conmovió mucho, me tocó profundamente. Me conmovió su muerte, como siempre me conmovió su vida desde que la conocí, hace algo más de 15 años. Desde ese ser tocado, quise compartir su caso.

Llegó a mi consulta derivada por Pachi, su media hermana (por el lado materno), un par de años menor y alumna mía en una universidad en la que hice clases por entonces.

Aún no cumplía 27 años. Ya al verla la percibí como si fuese una cuerda de violonchelo tensionada hasta cerca del punto de cortarse. Una tensión que parecía cortar el aire de la consulta. De ella aprendí que su ser “intensa” no sólo se relacionaba con la enorme intensidad (fuerza o energía) de sus sentimientos y conductas, sino por esta gran tensión interna, por su ser “in-tensa”. Intensidad más in-tensión. Una tensión entre muchas fuerzas internas. Si tuviera que simplificarlas, diría entre un gigantesco poder destructivo y una gran vertiente amorosa y creativa.

Comenzó diciéndome, “mi vida ha sido súper difícil”. Muchas veces recordé esa frase, a lo largo de los años, porque siguió siendo así. Había estado internada en centros psiquiátricos muchas veces por depresión, bulimia, consumo excesivo de alcohol y muchos intentos de suicidio. Una de esas internaciones fue por aproximadamente un año en un país centroamericano, la tierra de su padre artista. Me parece recordar que fue por adicción a la cocaína. A su regreso, en una de sus internaciones prolongadas, esta vez por su alcoholismo, conoció a Enrique, internado por similar motivo, 22 a 23 años mayor que ella. María debe haber tenido 22 años, la mitad de la edad de él. Se atrajeron e intimidaron. Como todo lo de María, fue una relación intensa, de amor y odio, aunque en los últimos años de su vida se fue estabilizando. Como al año de conocerse ella queda embarazada de Valeria, quien muere, al parecer producto de los enormes desórdenes de su vida, no recuerdo si al nacer o días después. María sufrió muchísimo por ello, cargando una enorme culpa. Cuatro meses después del inicio de la terapia, queda nuevamente embarazada. Estaba entre encantada y aterrorizada (“cagada de susto”, me dijo, “no quiero volver a destruirla”). Pasado el año de terapia nace Jacinta. Esta vez todo anda bien, en buena parte gracias a la “relativa” estabilización por la terapia, aunque sólo llevábamos 18 sesiones. María nunca fue regular en la asistencia, como en todo. Muchas veces pide con desesperación la hora y no llega.

Volviendo a la primera sesión, ella dice que su diagnóstico médico es un trastorno bipolar. Y agrega, “soy acelerada, soy depresiva”. “Soy trastorno límite de personalidad (TLP)”. Dice “soy” y no “tengo”. Viene medicada con trazodona, fluoxetina, quetiapina y topiramato, todo en dosis bastante altas. Ella se rebela a los efectos de los medicamentos y a menudo los interrumpe. A veces por sus efectos –la hacen sentir menos viva–, a veces por falta de dinero: la pobreza, a menudo al borde de la miseria, es una constante en su vida.

Su pobreza, su sufrimiento, su precariedad, su vivencia de abandono, genera una profunda compasión en las personas sensibles. Así –me entero en algún momento– la terapia (al igual que la vivienda en que vive y los medicamentos) se la paga el tío Vicente, como lo llama ella. No es pariente, sino un hombre mayor, al parecer amigo de su abuelo.  A la 6ª sesión María llega con él. Quiere conocerme y saber sobre el pronóstico del proceso terapéutico. Se ve muy preocupado por María y su futuro. Imagino que también querría saber sobre mi real existencia y asegurarse que su dinero no sufriría una evaporación etílica.

María tiene buenos recuerdos de su infancia. Se recuerda como una niña soñadora y creativa. Aunque era gordita, lo que al parecer perturbaba a su madre. Así al inicio de la adolescencia entró en una anorexia, lo que pasó después a una bulimia purgativa que continuó en su edad adulta, hasta el extremo de un daño crónico de sus dientes, incluso perdiendo varios de ellos. Su dentista fue otra persona compasiva que la siguió atendiendo gratuitamente mientras lo necesitó. Ella le agradecía siempre con mucho cariño.

Desde las primeras sesiones, aparece su gran, su mayor dolor en la vida: la relación con su madre, Marilén, de la misma edad que Enrique. Ya en la primera sesión se refiere a esa relación como de violencia. Más adelante va tomando la forma de un total abandono afectivo. Cada vez que se embriagaba aparece ese dolor desbordante, insoportable, torturante, que trataba de mitigarlo con más y más alcohol y con las más diversas conductas autolesivas. En estos quince años recibí incontables llamadas suyas en estado de embriaguez y desde su llanto desesperado y su lengua enredada distinguí siempre, con claridad y como una constante, las palabras “mi mamá” como centro de su dolor. Su vivencia es que su madre siempre la ha rechazado y que a Pachi le ha dado todo lo que a ella le ha negado, desde el cariño y el aprecio hasta lo material.

María nace de una relación entre Marilén y Osvaldo, un artista plástico centroamericano que después de un cierto tiempo retorna a su país. Habría sido el gran amor en la vida de Marilén. La interpretación de María es que su madre, recién salida de la adolescencia, la culpa a ella por el alejamiento de Osvaldo, como por tener que interrumpir sus estudios, pero, sobre todo, por que el amor de sus propios padres se vuelca hacia María, quienes la crían, mientras ella queda relegada a un rol de hermana mayor, celosa de su propia hija, habitando la misma casa. En rigor fueron los abuelos maternos los que ejercieron la paternidad de María y le dieron cobijo y protección. A pesar de la distancia, Osvaldo no las abandonó. Más aún, reconoció como hija propia, dándole su apellido, a Pachi, producto de una relación pasajera de Marilén. Con alguna regularidad conversaba con María y también escuchaba todas las quejas de Marilén sobre su hija.

Una parte importante y prolongada del trabajo terapéutico con María estuvo centrado en su diferenciación de su madre. No fue fácil. La madre internalizada era tan poderosa y destructiva y con tanta presencia superyóica, que cuando se hacía presente, la conducta autolesiva de María era imparable. Estuvo presente en sus intentos de suicidio y en gran parte de los daños auto-ocasionados. Cuando aparecía su llanto por rechazo o abandono de su madre, aún en situaciones actuales, especialmente bajo los efectos del alcohol, su voz, en timbre y contenido, era de una niña de seis u ocho años. Por eso presumo que, a pesar de su fantasía de haber tenido una infancia feliz con sus abuelos, es probable que haya bloqueos de situaciones de maltrato o abuso mayores a los narrados.

Después de la décima sesión, en que me dijo que la relación con su madre estaba mejor, le propuse invitarla para la siguiente. Quise conocerla personalmente para formarme una idea sobre la factibilidad de trabajar la relación madre–hija directamente con ambas. Llegaron juntas. Después de esa conversación tuve que reconocer que no había esperanzas por ese lado. Esa señora, con rasgos marcadamente paraexistenciales, habría necesitado muchos años de psicoterapia individual antes de estar en condiciones de poder tener una terapia relacional con María. No logré vislumbrar un ápice de aprecio por su hija. Sólo escuché quejas de todo tipo. No supe más de ella de modo directo ya que no manifestó interés en los eventuales progresos por la terapia de su hija, hasta unos 4 años después. Me llamó para decirme que su hija estaba por morir en la UTI de un Hospital. El contenido del texto hablado era el de una madre en sufrimiento, pero no pude evitar percibir un tono de complacencia y de alivio. Ello me fue confirmado cuando, al pasar los días, María se fue recuperando y, contra todos los pronósticos, sobrevivió. Entonces el interés de Marilén por su hija se fue desvaneciendo y dejó de visitarla.

Lo que ocurrió fue que, días después del terremoto de 2010, con mucho alcohol en el cuerpo, María saltó, en su último intento de suicidio, desde el departamento en que vivía, en un noveno piso, y no murió. Estuvo cerca de un mes en la UTI con el vientre abierto mientras le iban reparando los órganos internos que quedaron severamente dañados por el impacto. En esas condiciones la visité un par de veces, con la debida autorización por ser su terapeuta. Su agresividad disminuyó significativamente después de ese evento. Junto con la sanación de sus heridas físicas, se inició un proceso de sanación de algunas de sus heridas del alma. Durante un tiempo ella quiso reconocerse como huérfana de madre. Eso le sirvió para bajar notoriamente sus expectativas hacia ella, al aceptar esa orfandad. Pero no sirve para la diferenciación. Yo puedo seguir sin diferenciarme de mi padre, aunque haya muerto hace 50 años, si no he trabajado en mi propia delimitación e individuación. Ese fue el trabajo que procuramos hacer con María. Aunque había una dificultad. Para diferenciarme no es suficiente decirme “yo no soy tal sujeto”; diferenciarme de lo ajeno requiere reconocerme en lo propio. Para María fue siempre muy difícil reconocerse en algo intrínsecamente propio. Lo más propio que sentía era su hija, la que le fue arrebatada por juicios que emprendió su madre muy tempranamente por las dependencias etílicas de ella y Enrique. Afortunadamente no logró quedarse ella sino Pachi con Jacinta, lo que le permitía mayor contacto con la pequeña. Así es toda la vivencia biográfica de María; antes que se asiente lo que puede ser lo propio de ella, le es siempre arrebatado, despojo tras despojo, quedando en el más completo vacío de sí misma. Tal vez lo más propio de ella y que no le puede ser arrebatado, son sus intensas emociones y afecciones. Pero es sólo dinámica, sin contenido.

En los siete años después de conocerla no tuvimos más de ochenta sesiones con María, lo que para un trastorno de personalidad tan grave es muy poco. Más de la mitad de esas sesiones fueron destinadas a apagar los incendios de su dramática contingencia. Se avanzó en asentar un pequeño “sí mismo” con el que logró una adecuada distancia de su madre y desarrollar una relación de pareja razonablemente estable, lo que en los primeros años se veía imposible. En los últimos ocho años no tuvimos más encuentros presenciales, aunque tuve innumerables llamadas telefónicas de ella. Ese fue más bien un período de acompañamiento en sus sufrimientos y cuando estaba muy desbordada, nuestra conversación la ayudaba a centrarse. Me decía que nadie la comprendía y conocía como yo, lo que probablemente era cierto.

En todo caso, los últimos diez años de su vida fueron los mejores, donde más se tuvo a sí misma. Logró crear un pequeño mundo propio, precario, pero medianamente estable, sin caer en los extremos y excesos previos.

Diagnósticamente María es, como ella misma lo dijo en su primera sesión, un trastorno límite de personalidad. El diagnóstico de bipolar lo descarté muy tempranamente, por lo que fue dejando los medicamentos. Sus oscilaciones anímicas siempre fueron gatilladas por factores contextuales, sin ninguna regularidad endógena. Sus estados depresivos eran movidos por una psicodinámica con enorme vitalidad y energía, impensado en un bipolar.

Debo decir que cuando María no estaba poseída por la reactividad psicodinámica, era una muy bella y dulce persona. Haberla ayudado a rescatar esa persona, aunque sólo haya sido parcialmente, me ayuda ante la pena de su partida.

II Conclusiones sobre el diagnóstico y el tratamiento según el Análisis Existencial

Enel caso de María las cuatro motivaciones fundamentales de la existencia (MF) se encuentran profundamente afectadas. La primariamente más afectada es la tercera, que se manifiesta por el gran vacío de sí misma. La escasa accesibilidad a su persona es sustituida por reacciones de coping rígidamente fijas: en primer lugar, una gran disociación, explosiones de ira, fastidio y dramatización. Lo podemos entender por la falta de las condiciones de esta motivación: no fue considerada, ni tratada con justicia, ni recibió el necesario aprecio para verse y ser vista en su valor propio, por parte de su entorno cercano, particularmente por la madre. Secundariamente se ve muy perturbada la segunda MF, que se expresa en sus grandes y frecuentes depresiones. Su vacío de sí lo busca llenar con relaciones fusionadas, en que un ‘nosotros’ trata de sustituir al ‘yo’, por la falta de delimitación y diferenciación; fusión en vez de cercanía. Aparecen muy fijos los coping de rabia y activismo. El disfrutar el transcurrir de la vida con sus valores es reemplazado por vivencias de gran intensidad y avidez; atracones en una bulimia purgativa, excesos en el alcohol y sustancias. La fuerte perturbación de las cuatro motivaciones, el gran número de reacciones de coping fijas y el escaso acceso a la propia persona, nos dan cuenta de un trastorno de personalidad muy severo.

En la primera fase de la terapia debimos trabajar con la psicodinámica reactiva con la que la paciente se protege de la contingencia cotidiana y del dolor que le genera, desde una mirada comprensiva y orientando directivamente, prestando un yo auxiliar ante la ausencia de un yo personal que se posicione en las situaciones. Al mismo tiempo fuimos trabajando en una co–resignificación paulatina de las interpretaciones disfuncionales de las conductas de los principales actores en su entorno, con lo cual se fue atenuando el comportamiento autolesivo y el consumo concomitante extremo del alcohol. Fuimos reforzando las condiciones de la primera MF ayudando a bajar su angustia (fundamental y, sobre todo, de expectativa), confrontándola a través del método correspondiente. Recién se pudo aplicar algo del AEP (Análisis Existencial Personal) cuando comenzó a aparecer algo de su persona, desde la sesión 65 aproximadamente.

La principal dificultad en el tratamiento de María fue la poca regularidad en su asistencia a las sesiones, con interrupciones de varios meses. Y generalmente, cuando llegaba a la consulta, venía destrozada. Si tuviese que destacar la mayor ayuda que tuvo en su proceso, diría que fue la fortaleza del vínculo terapéutico.


Gabriel Traverso

Psicólogo Clínico, supervisor acreditado
Director Académico de ICAE

g.traverso@gmail.com

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