Burn out: O trabajar con una actitud de vida utilitaria


En la década de los ‘80 egresé del colegio, con un promedio ‘promedio’ y sin mucha claridad sobre qué hacer con mi vida de ahí en adelante. Nunca me lo pregunté en serio, sólo sabía que debía estudiar una carrera en la universidad. Tampoco me pregunté alguna vez si era eso lo que quería, o por el sentido de entrar a la universidad; sólo sabía que había una meta heredada de mi familia que yo había hecho mía.

Este discurso sobre el futuro asociado a la realización personal en el ámbito profesional no se sepultó como otras modas ochenteras. Lamentablemente, hoy cuando vivimos la segunda década del siglo XXI, escucho una y otra vez entre mis amigos cómo repiten el mismo discurso a sus hijos, incluso me he pillado yo misma repitiéndolo a mis sobrinos, y peor aún, lo escucho de estudiantes universitarios que consultan porque no encuentran sentido y plenitud en lo que hacen.

Siguiendo con mi historia, estudié una carrera en el área de las Ciencias Sociales. Hoy no recuerdo por qué elegí esa carrera y no otras a las que también postulé. Fui una excelente alumna. Pese a eso no sentía gran satisfacción. Tampoco tenía muy claro por qué estudiaba. Sólo lo hacía. Luego egresé y trabajé un par de años como profesora, ganaba una remuneración por sobre el ‘promedio’, tenía muy buena relación con los estudiantes – en realidad ‘me adoraban’- , pero me retiré del colegio cuando empecé a sentirme frustrada ¿La razón? Me sentía sola en una lucha que yo me había impuesto: sacar adelante a la mayor parte de los estudiantes. Me gustaba el desafío de trabajar junto a aquellos alumnos reconocidos como difíciles o ‘casos perdidos’ y lo ‘logramos’ con varios de ellos que encontraron un gusto y un sentido por los estudios. Mis colegas, todos ya de larga trayectoria, no sentían las mismas ganas que yo. Los percibía como momias en el trabajo, y faltos de cariño por lo que hacían. Díjeme: “esto no es para mí, no es lo quiero para toda mi vida.” Hoy veo que consideraba una atadura quedarme en esa área, sin poder vislumbrar que tenía el poder para hacer cambios tanto en mi vida como en ese mismo trabajo. O sea, renuncié, porque me autoexigía con la imposición de una meta autoimpuesta, y el resto no me acompañaba; analítico-existencialmente, motivada por razones externas.

Fuera de ahí fui en busca de algo más, porque tenía a esas alturas, dentro de mí la voz de un bichito- una fuerza que me decía de forma no muy clara- ya no se trata sólo de cumplir, sino de autorrealización. Ahí volví mi mirada llena de crítica hacia mi padre, a quien veía en ese rol del deber. Al recordar, y verme en esa actitud soberbia y poco empática, siento vergüenza. Era la década de los ’90, y percibía cómo era vivir en democracia, pues ahora se abría un mundo de posibilidades frente a mí. Dada la frustración de mi primera experiencia laboral profesional – que se acompañaba de una sensación de ‘cansancio’ y principalmente me dolía la desilusión frente a mis expectativas – ‘decidí’ que ‘debía’ tomarme una año sabático: para recuperar energías, nada mejor que pasarlo bien, descansar para poder ‘pensar’ bien…¡¡¡y seguí pensando!!! Hacia el final de ese año retornaron las voces de preocupación de mi familia: “ya descansaste, bien, ahora trabaja”. Nuevamente, no tenía muy claro qué hacer, salvo que a un colegio no volvería jamás. Así, ‘pensado  y pensando ‘, llegó un trabajo a mis pies. Una oferta muy tentadora económicamente y muy acorde a mi gusto por la moda y los “ropajes”, viajes, divertimento, “glamurrrs”. Lo tomé sin mucho cavilar, pero aún tengo la sensación de sentirme impulsada a aceptarlo, aunque no con total consentimiento interior: “¡cómo perder tan maravillosa y provechosa oportunidad!”, pensé. Me sentía una “galla muy galla”, porque era capaz de cambiar de rumbo y con mucha suerte: “esa sensación algo incómoda va a pasar”, pensé otra vez. Y pasé los primeros años “full amor” con esa pega. Hasta que empezó otra vez esa sensación de cansancio: “fatiga crónica” me diagnosticó un médico; ahora full pastillas, ginseng, complejo B, guaraná, terapias varias.

Seguí trabajando, pero ahora sí aparecían ante mi mirada de ojos cansados y resonaban en mi guata, con todas sus letras y en mayúscula, las siguientes palabras: <<<A N G U S T I A>>>,  <<<VACÍO>>>, <<<S E N T I D O>>> … pasó un tiempo, un par más de años a decir verdad y renuncié. Una abogada laboral me dijo: “aguántate, yo puedo hacer que te echen y te indemnicen por tus 11 años.” Tentador, otra vez, era harto dinero, pero yo no daba más, y ahí sí me escuché: a mi cuerpo que me decía <<<BASTA>>>, pero también escuché otra cosa que me dejó una grata sensación: “¿Va contigo hacer eso, hacer cosas para que te echen y te paguen?, ¿tiene que ver eso con lo que creo merecer?, ¿se trata de una indemnización o de qué?, ¿es eso lo que buscas?” y dije NO. 

Como a esas alturas ya estaba medio perdida, en el sentido de agotada, me sentía vencida, derrotada, por tanto tenía poco que perder, ya no tenía que poder y me permití descansar, pero ahora de verdad, esto es, sin ambición ni expectativa alguna, era como dejarme sedimentar, intuía que algo debía cuajar.

Recién entonces pude tomar un poco de distancia de mí y de mi situación y verme ¿Qué vi? Una vida como desperdiciada, sin sentido, y claro tenía lo mío, también personas a mi alrededor que me querían, acceso a muchas cosas, pero en el fondo sentía que no tenía nada. Y eso me dolió. Luego me introduje en un proceso para tratar de comprenderme ¿Cómo había llegado hasta allí?. La respuesta: yo no llegué hasta allí, porque iba sin mí. Esa sensación de no tener nada, era vacío y soledad…soledad de mí. Y cuando recién me pude ver, pude también ver a los demás, y vi que mi padre era feliz en su trabajo ¿Qué hacía la diferencia conmigo?

Había diferencias abismales, pero una importante es que él tenía una grata relación con su trabajo, sentía un valor en lo que hacía. No sólo se adecuaba a su rol de proveedor de familia, ni a un rol funcional en su trabajo, sino, que disfrutaba de su actividad, pocas veces lo vi quejarse de cansancio. Sentía respeto por sus clientes, y percibía un valor en las relaciones que establecía con ellos, no los reducía a una mera relación instrumental, conversaba con ellos, se tomaba el tiempo para el intercambio de ideas, aparecía su creatividad, además, mantenía la misma actitud fuera de su trabajo, en su vida privada, plasmada de entrega y apertura ante cada situación. Yo veía esa flexibilidad situacional.  Siempre intentó transmitirme esa actitud, pero yo no lo lograba entender. Para mí el tema era el propósito, la meta, el éxito. Los otros, compañeros de trabajo, no eran amigos, eran colegas, agentes para lograr un objetivo; el producto era lo más importante. Se trababa para mí de sentido, pero hoy comprendo que era apariencia de sentido. Él se sentía realizado, pese al cansancio. Entonces comprendí, que no era lo qué se hace el problema, sino, el cómo se hace. Tampoco el para qué se hace se trataba de triunfos y logros, sino de las cosas valiosas que se encuentran en el camino, donde una de ellas puede ser el éxito, que puede llegar en forma secundaria, pero efímera. Lo que trasciende, para mí, no son mis obras y logros, sino mi actitud hacia el trabajo, y hacia la vida, y las relaciones que en ese trayecto construyo.

Quizás una mayoría de nosotros tiene la necesidad de trabajar, pues no tenemos la vida asegurada en términos económicos, ni materiales. Pero también, otros pocos, trabajan no por necesidad, sino por gusto, porque en ello encuentran plenitud existencial ¿De qué se trata esto?

Desde la mirada comprensiva analítico-existencial, el burn out – definido como desgaste profesional observable en un conjunto de síntomas psicológicos[1] que aparecen en el ámbito laboral – es entendido como fruto de un modo de vida, distanciado ¿De qué? De la vida misma como de la vida propia; es decir, un modo de vivir pseudoexistencial. Una actitud de vida no existencial, en que la persona no está abierta a ser tocada – debido a motivos en forma de necesidades veladas de su historia vital – para responder personalmente ante cada situación. Habría un distanciamiento con la vida y consigo mismo, debido a una falta de aprecio interior, donde lo relevante en la propia vida es dejado de lado: el cuerpo, las necesidades, los sentimientos y valores, la capacidad intuitiva y sentirse integrado a un contexto mayor que nos abarque con sentido; nada de eso es tomado en serio.

Esta actitud puede conducir a perder la relación más importante en nuestra existencia: la relación con uno mismo, derivando en una actitud de vida discordante, donde lo que siente el propio corazón, lo vivenciado internamente, no tienen lugar. Todo hacer deja de ser algo vivenciado, cayendo la persona en la desgracia de verse impelida a hacer cosas, incluso tareas que no quiere hacer, ante una ceguera motivacional, impulsada por deberes normativos, expectativas ajenas, o bien guiada por valores externos como la imagen, el prestigio, el éxito, la moda, entre otros.

Una pseudoexistencia que deja a la persona en una indigencia subjetiva, como bien lo grafica Längle, donde la falta de cercanía interior y responsabilidad consigo misma, se sustituye con una actitud de expectativas e idealismo de cómo deben ser las cosas, junto a la autoimposición de altas exigencias para logralo. Pero en el contacto con otros en la realidad del mundo, la persona queda sola, porque éstos no responden a sus expectativas, cayendo en un agotamiento y en un trato despersonalizado con los otros como consigo misma. La consecuencia es la adopción de una actitud cínica ante los demás, que responde sólo adaptándose, no estando realmente presente la persona, con una actitud evitativa, que junto a una falta de reconocimiento externo, conducirían a la duda e insatisfacción permanente con la tarea, que se traduce finalmente en una actitud de desprecio hacia sí mismo y los demás (objetos y personas en el mundo). Un éxito adaptativo, aparente, que nunca conduce a plenitud, en que la persona misma se considera como “chanta”[2], aun si tiene reconocimiento externo.

Cuidado entonces con los discursos de la modernidad tardía que han normalizado las posibilidades de autorrealización, que muchos entienden como la consecución de logros y metas individuales, materiales, profesionales, laborales. La plenitud existencial en el trabajo, es posible mediante una actitud existencial. No se trata sólo de condiciones externas, sino principalmente de actitudes personales. Una vida plena y realizada no se conduce sólo a partir de condiciones objetivas de la existencia; en primer plano están las subjetivas, ante cuya ausencia dejan a la persona ante una pobreza de relaciones con el mundo. Ése era mi verdadero drama, no conocer mis necesidades latentes, que me conducían a la toma de actitudes no concordantes a mi realidad existencial, quedando con una pobreza relacional debido a un estado de carencia subjetiva.

El Análisis Existencial no desconoce el marco mayor social y cultural en que nos movemos, pero su mirada nos invita a tratar de comprender, y poder posicionarnos frente a los mandatos sociales normativos, pues ellos, en tanto generalizadores, no se adecúan a la diversidad de singularidades que somos cada uno de nosotros.


[1] Síntomas asociados al Burn out: agotamiento, irritabilidad y cinismo en personal voluntariado en organizaciones de ayuda, que previamente ha desarrollado su tarea con gran dedicación y entusiasmo. Freuderberger (1974) lo denomina así, como un “quemarse” consecuencia del “ardiente entusiasmo” inicial.

[2] “Chanta” es la palabra que usó una paciente para describir la actitud que empezó a sentir frente a su trabajo profesional – cuando entró en relación consigo misma – donde encontraba valoración externa, pero no vivenciaba plenitud.

Alejandra Fonseca

Psicóloga Clínica
Formación en Psicoterapia en Análisis Existencial
Santiago, Chile

ps.alejandrafonsecam@gmail.com

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N° 12 - 2015
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