Estimados lectores
Asomándose la primavera por este hemisferio sur, y el otoño por el norte, los quiero conectar con los 2 polos de la existencia, en la que nos movemos y relacionamos: La polaridad entre el YO y el TÚ, lo privado y lo público.
El otoño y su preparación para hibernar, para “guardarse” y protegerse de los embates fríos del invierno, se asemeja al encaminarse al espacio sagrado donde se cobija y protege la intimidad. En el polo opuesto (la primavera) se ubica la otredad que exige, demanda apertura, dar y recibir, exponer y exponerse a la mirada del Tú, de los otros.
Pero ¿quién soy, y cómo se llega a una delimitación que me diferencie de los otros? Ésta es la búsqueda en la adolescencia: la identidad. Aunque no sólo de la adolescencia…
Una paciente (35 años) me dice con dolor que debe cambiar, pues así como es no está bien. Que se percibe “rara” y que siempre ha intentado adaptarse a como los demás esperan que sea. Yo le digo que como terapeuta, me siento inadecuada cuando no logro ver lo que ella denomina “raro” en cada uno de mis pacientes. Que si no lo logro, es porque no lo ví realmente. Que eso que ella denomina rareza, son las peculiaridades que nos hacen ser esenciales, distinguibles, únicos. Tras esto, ella llora. Me dice que escucharlo de mí (y no sólo desde la razón) la conmueve y alivia su dolor.
El dolor por no poder ser así como se es, y la constante búsqueda de aquello, es lo que vemos cada vez más en nuestra sociedad. Lamentablemente esta búsqueda es a costa de la pérdida de la intimidad, ese espacio sagrado que sólo me pertenece a mí, y que se puede transformar en mi salvavidas, mi lugar de protección frente a los embates de los otros. También, la aceptación por parte de los demás es una gran protección que tenemos. Sin embargo, cuando lo propio, lo más esencial, es denostado y por ende no somos aceptados, muchas veces nos adaptamos, pisoteando nosotros mismos aquello que nos es propio, único, esencial. Muchos pacientes reniegan de sus sentimientos, sus preferencias, sus posiciones, para sumarse al corro y no ser marginados. Es decir, ser aceptados a costa de sí mismos.
Años atrás, cuando se entraba en la adolescencia, a veces nos regalaban un “diario de vida”, ése que tenía un pequeño candadito que resguardaba nuestros secretos. Ahí escribíamos nuestras penas y alegrías. Era como nuestro confidente. Y nadie debía leerlo, salvo con nuestro permiso. Y nosotros elegíamos a quién y cuándo y qué mostrar. Ese pequeño diario, sin saberlo nosotros ni nuestros padres, iría configurando ese espacio “sagrado” (nuestra intimidad), y también a su “ángel protector” (el Pudor).
La intimidad me la imagino como un cofre de tesoros, más grande o más pequeño según lo que allí resguardo. Y lo atesorado allí, como pequeñas y delicadas florcitas, semejantes a las alas de una mariposa, que si se las toma con brusquedad, torpeza o peor aún, si se las maltrata, se destruyen. Y duele. Muchísimo. Si lo más propio íntimo que se muestra, que se ofrece, es pisoteado.
Un aspecto importantísimo en el desarrollo de la identidad es el desarrollo de la intimidad: aquello que es privado, que no quiero compartir con cualquiera, o con nadie. Pero ¿qué ocurre en la adolecencia? Los padres generalmente se aterrorizan al no tener acceso a los pensamientos y sentimientos de sus hijos. Invaden sus espacios, impiden muchas veces tener privacidad…¿cómo poder desarrollar una intimidad y el consiguiente pudor que la resguarda?
Para mayor dificultad, ahora sumamos las redes sociales. Por un lado los jóvenes necesitan de la mirada de otros para saber más a cerca de ellos mismos, y los padres ya no les son suficientes, pero…facebook puede ser muy engañoso. Allí todo se comparte, públicamente, impúdicamente…
Mientras el individuo menos se conoce y se tiene a sí mismo (vacío de sí), más requiere de esas miradas. Pero la mayoría de las veces se engañan pues para que haya encuentro verdadero se requiere estar frente al otro. Las redes sociales exacerban el mirar, pero el “ver” queda fuera…y así se acentúan los rasgos histéricos de los jóvenes, y la soledad y el vacío de sí mismo que implica. Los diarios de vida de antaño, se transforman en blogs públicos.
Muchos abusos, son facilitados por la no configuración, delimitación y resguardo de lo que es íntimo. Por ausencia de un fortalecimiento del pudor (y la conciencia personal que lo guía). Puede aparecer en algunos casos, que en el abuso hay consentimiento del abusado; sin embargo éste puede no ser consciente de ello. No se configuró la “sacralidad” de lo íntimo, lo propio. Y por ende, tampoco la capacidad de delimitación. Cuando alguien de jerarquía más alta a la suya lo “invita” o “conmina” a realizar algo (que a posteriori lo hace sentir mal, incómodo, vulnerado), la mayoría de las veces se tratará de abuso: traspaso de límites sin que el abusado lo haya percibido con claridad.
Nuestro aporte como terapeutas, se orientará, entonces a que no se pierda a sí mismo, sino que pueda hacerse responsable de sí. Ésa es nuestra tarea existencial, pues cuando no es lograda, surge un dolor espiritual.
El desarrollo y protección de una intimidad propia es fundamental para el desarrollo del sí mismo, para construir un yo, y un mundo propio al que acudir.
Lamentablemente hoy eso ya no existe. Todo está disponible, expuesto. El polo de la intimidad ya no es tema. No se construye ni resguarda.
En este número de EXISTENCIA, los invitamos a observarse respecto a las condiciones que les permiten ser así como son. A entrenar y profundizar la mirada en percibirse a sí mismos; a tomar en serio aquello que les aparece (sentimientos, pensamientos); y finalmente a saber juzgarse (en lo que aprecian como bueno y también en distinguir lo inadecuado).
De esta manera, no sólo nuestra identidad (con sus polos de lo privado y lo público) tendrá una configuración más nítida, sino que también nuestra autoestima será fortalecida. Pues la autoestima se fundamenta en considerar buena la propia existencia (y mi vida) y mi comportamiento (mis capacidades, cómo las uso, y cómo me doy), y que soy alguien, porque soy capaz de vivenciar y generar cosas valiosas.