A menudo tenía un sueño que me angustiaba e interrogaba: Tengo una guagua (bebé) de meses en mis brazos y me siento aterrorizada por no tener la fuerza suficiente para seguir cargándola, y terminó a punto de dejarla caer. Un profundo sentimiento de impotencia acompañaba mi despertar y el sentido que yo daba al sueño era que tanto la guagua, como quien lo cargaba, eran aspectos relacionales de una y la misma persona, es decir, yo, conmigo misma, trabada y asustada; incierta y desconfiada de mi propia fuerza adulta. Brazos endebles que no acogen, ni abrazan o confortan, en síntesis: Sujeto que no tiene fuerzas para sostenerse a sí mismo.
Este sueño aparece en mi vida en un momento muy complejo de mi relación de pareja. En ese tiempo no podía otorgarle ningún sentido, y no veía lo que me mostraba. Todo estaba entonces invadido por el anhelo de vivir más feliz, regresando a dimensiones olvidadas y abandonadas de mi existencia: la sexualidad, la vivencia de una libertad desconocida, la ilusión del amor. En medio de eso, el dolor, los afectos, los espacios, la vida compartida y allá afuera, la voz de la vida, llena de olores, sabores, color, esperando por mí… pensaba yo.
Una urgente necesidad de desprenderme de lo que había sido mi vida hasta ese momento me impulsaba, me movía hacia la puerta de calle para cerrarla tras de mí, por fin. Y si bien hube de dolerme profundamente por lo que dejaba, la esperanza de un cambio rotundo era más poderosa. Partir, separarme, era estar de mi parte, era ser fiel a un llamado que yo sentía provenir de mi vientre. Entonces tomé la decisión y abandoné el que había sido mi hogar por más de 25 años.
Vivir sola me sabía a una aventura espléndida, a un deseo largamente acariciado con implicancias y raíces mucho más profundas que el solo hecho de separarme. Significaba vérmelas con nuevas responsabilidades materiales, como nunca antes había enfrentado. Era la primera vez que iba a pagar un arriendo, que debía hacerme cargo de mis cuentas, de mi comida, en síntesis, de mi propio sustento. La palabra que me rondaba esos días era “independencia” y era feliz con esta recién estrenada condición; sentía vértigo y me gustaba; la vida olía a aire limpio y claro, y podía sentirla circular a mi alrededor.
Luego de los primeros meses, la novedad de esta nueva vida se fue diluyendo, ya no disfrutaba tanto llegar al departamento para encontrarme sola; un sentimiento de desolación me fue cubriendo. Me di cuenta que había desestimado este nuevo escenario que me confrontaba más que nunca conmigo misma sin el murmullo y la distracción de los afectos familiares. Hacía esfuerzos por llenar ese espacio silencioso: Prender la tele, pulir la tina, sumergirme en el celular, todo para anestesiar el dolor que amenazaba invadirme. Hasta que ya no pude seguir arrancando y me encontré cara a cara con una dolorosa revelación: Yo no podía vivir sola porque no sabía cómo estar conmigo. No había logrado calzar los recursos materiales con las necesidades que esta vida me imponía. Me sentía, fracasada e infantil.
Toda la promesa del cuarto propio alentada por la literatura[1] en que me había inspirado, dio un vuelco: la belleza y la verdad con que me había seducido hacía del momento un cóctel existencial de lágrimas y culpa.
[1] Nota del edit: Alusión al libro de Virginia Woolf: “Un cuarto propio” (1929)
Fue así que acepté ésta, mi verdad. Quería escapar de este trance y en razón de esto volvía casa, anhelaba pisar terreno sólido, dormir tranquila, “tener seguro el futuro”. Por dentro lloraba el intento fracasado, el amor propio herido; y una visión de mi misma tristemente patética. ¿A quién iba a engañar? Simplemente yo no había podido sostenerme ni material ni afectivamente. Comprender esto fue un hecho doloroso y concluyente: Yo me había negado el acceso al poder-ser, al no evaluar seriamente las condiciones requeridas para ese momento.
No consideré si este movimiento de mi vida era viable y si estaban las condiciones para llevarlo a cabo. Creí que bastaban mis ganas y mi entusiasmo, experimentaba un sentimiento de ilimitación, de confianza ciega, como que yo me la podía con todo. Me negaba a ver lo inevitable, lo molesto, lo incómodo de sacar cuentas, planificar o hacer un presupuesto. Tanto estiré el elástico de la negación que una vez que se cortó me dio de lleno en la cara. Percibir ese impacto me obligó a mirar.
Cuando volví a mi casa, ni yo era la misma ni tampoco los que se habían quedado, o tal vez yo no pude seguir viéndolos como antes. Entendí que el paso dado había causado un efecto y no tenía que ir tan lejos para reconocerlo pues estaba en mi misma: Me di cuenta de gruesos errores de percepción en la relación conmigo y con la vida. Volvía derrotada, pero esta vez estaba en mí una conciencia más clara y lúcida respecto de mi realidad y de la responsabilidad que yo tenía en su realización. Me acompañaba también una comprensión más amorosa de mis resistencias y debilidades
Por primera vez podía mirar mi vida sinceramente y percatarme de su desorden expresado en conversaciones postergadas, proyectos mal acabados, decisiones no tomadas, que claramente restaban espacio a mi existencia y que sentía irremediablemente desperdiciadas.
Ésta fue la antesala para el acceso a la verdad, pues podía aceptar y soportar las circunstancias externas e internas sin sentirme amenazada, aunque continuara expuesta a la dinámica de sus vicisitudes.
Asimismo, vi en este impulso por separarme, la búsqueda de un espacio físico y geográfico propio que pusiera distancia entre mí misma y mi familia, sin comprender que también, y sobre todo, se trataba de un espacio interno afincado entre mi cuerpo y yo como vínculo y puente con el mundo. Había estado tan lejos de mí misma, que sentía mi cuerpo como un extraño al cual nunca le había dirigido la palabra y que estaba siempre ahí, conmigo… respirando.
Descubrirme a mí misma también como cuerpo, me ha conmovido. He despertado a un sentimiento de nostalgia y anhelo por el hogar extraviado durante mucho tiempo, y hoy por fin, me encuentro habitándolo como un espacio cálido que me protege y con el cual puedo contar como un sostén donde mi existencia se despliega.
Por último, y volviendo al sueño con que inicié este texto, puedo decir que el terror que me causaba la caída de la guagua (yo misma también), era una profunda desconfianza por no encontrar nada que me sostuviera en esa caída. Era la terrible confrontación de mi psiquismo con la presunción de un vacío aniquilador.
Con el pasar de los meses comencé a reflexionar sobre este cuasi desenlace: Despertaba segundos antes de saber si la fuerza de mis brazos sería suficientepara sostener la guagua y nunca pude saberlo… al menos en el sueño. El arreglo con esta incertidumbre fue concebir el espacio necesario para considerar a “otro” en esta experiencia, un otro más grande que yo, la vida misma, lo materno, la tierra, que estaban y habían estado en el mundo desde antes de mi propia existencia, precisamente para ofrecerse como el último fundamento de toda confianza. Descubrí que mi ser contaba con ello y que podía dejarme caer con la convicción absoluta de ser acogida en esta red, incluso en mi propia muerte.
Se trataba de un poderío superior a mí que formaba parte de la realidad de la existencia y, que en mi caso, no pude disponer de él para ese momento, padeciendo la bronca, el dolor y la frustración porque la vida no seguía mis planes. Cuando aprendí que existencia significa también estar entregado a los límites de mi ser y que el fracaso era ese tope, ese encuentro, la desilusión me ayudó a incrementar el realismo, a reacomodar mis fuerzas, a soportar y aceptar la incertidumbre de los procesos y sus caminos y a abrirme a la experiencia de la confianza fundamental.
Últimamente me enfrento al ejercicio de mi profesión sin el “respaldo” de una institución formal, contando conmigo misma y mis inseguridades, es decir, hoy construyo las condiciones de mi existencia acompañada por la confianza básica de poder ser, esta vez, entre lo doméstico y el pensamiento, entre la limpieza y los libros, realizando y creando con mi propia fuerza las condiciones que me retornan del mundo.
Esta reflexión que comparto aquí es la elaboración personal que he hecho de mi experiencia con el no-poder, la que me reconduce al deseo de una vida mejor y a partir de la cual me reconozco en crecimiento. Tal vez lo más esencial de mi vida se jugó en este fracaso, sin embargo, él mismo me mostró mi piso y sostén interno a través de la vivencia del soportar como un poder originario. A partir de todo esto, percibo dentro de mí una actitud humilde, desconocida, que me abre a las cosas y a las personas y me permite darle comprensión a todas las experiencias de mi vida.