Y todo lo que me queda es el sonido de tu voz
Y tu cara como si estuvieras en una pantalla
Tranquilo, no llores, allí no habrá dolor
Aquel lobo malo se ha ido
Y no será parte de nuestro juego
Brian May
¿Por qué los niños tienen que fallecer? ¿Es justo que un niño tenga que enfrentar una grave enfermedad o accidente que conlleven su muerte? Éstas son preguntas con pocas respuestas que solemos hacernos como personas al enfrentarnos a la realidad de que la muerte es un proceso inherente en el ser humano, independiente de la edad, raza, sexo, religión, etc. No tenemos certeza cuando llega dicho momento, pero culturalmente se enseña y espera que la vida vaya culminando al envejecer, donde los hijos sean quienes despidan a sus padres, pero no a la inversa.
La pérdida de un hijo, en especial si es a temprana edad, suele ser una vivencia dolorosa y devastadora, un largo camino difícil de recorrer, y el cual puede traer consigo la apertura de una serie de heridas pendientes por sanar. El afrontar por parte de los padres el posible fallecimiento de un hijo no es algo que se pueda enseñar “teóricamente”, sino, es una vivencia que muchas veces requiere de la capacidad de otros para ser sostenido como doliente, acompañar en silencio y junto a ello facilitar procesos para perdonar y perdonarse cuando es necesario. Es por ello que el acompañamiento a los padres que enfrentan esta situación debe llevarse bajo una actitud de profundo amor, respeto y humildad.
El acompañamiento a los padres
En el acompañar no hay palabras que puedan llenar el vacío que deja la muerte de un hijo, más bien, el silencio permite al doliente un mirarse a sí mismo, vivenciarse en el dolor, en la pérdida. Esa actitud de dar espacio y sostén a los padres que vivencian el duelo facilita la liberación y reconocimiento de las emociones implicadas y que muchas veces no son permitidas, entre ellas la rabia, la tristeza, la culpa, los reproches. En relatos con padres que han enfrentado dicha situación, un reproche frecuente es la sensación de “haber podido hacer algo más”, el percibir la muerte del hijo como un fracaso en el papel como padre-madre. También los sentimientos de rabia en contra de los hijos por haberse ido son difíciles de llevar por los padres, generando mucha culpabilidad y recriminación hacia sí mismos por vivenciar dichos sentimientos. Es por ello que como acompañantes de este camino, debemos adoptar una actitud de respeto y no enjuiciadora, acoger esas emociones y permitir el tiempo requerido para ser vivenciada y con ello sanar las heridas.
El otorgar ese espacio de escucha silenciosa, sostenedora y contenedora también permite el poder verbalizar por parte de los padres sobre la relación con los hijos, el recordar su historia, anécdotas, sobre su vida y sobre su muerte; con ello se va facilitando también una reconexión o una nueva forma de relación con ese hijo que físicamente ya no se encuentra presente, pero que, vivencialmente, él aún vive en el corazón y amor de los padres, a través de una relación internalizada.
La familia
La vivencia de un duelo es personal, pero que se da dentro de un contexto intersubjetivo, siendo partícipes padres, madres, abuelos, hermanos, tíos, según como esté constituido el núcleo familiar. Cada miembro de la familia tiene un modo y tiempo de vivir dicho duelo de acuerdo a experiencias previas con la muerte, la relación con la persona fallecida, y el impacto emocional referido a la pérdida. En muchas ocasiones se opta por obviar este espacio, generando una suerte de norma (implícita o explícita) de no hablar de estos temas, ya sea para evitar el sufrimiento propio o el de otros. Sin embargo es importante permitir y facilitar el proceso de duelo dentro del contexto familiar, pudiendo hablar sobre la muerte, el fallecimiento del hijo, y sobre los sentimientos implicados por la pérdida.
También es frecuente que los padres eviten desprenderse de aquellos objetos significativos que recuerden a su hijo, ya sea manteniendo la pieza del niño intacta, preservando la vestimenta, juguetes, u otros elementos. El relacionarse con este hijo por medio de estos objetos concretos genera sostén y estructura, ya que permite de manera asible preservar el vínculo por medio de los significados y símbolos asociados a dichos elementos. A medida que dicha relación con el hijo se vaya internalizando, los padres suelen permitirse ir desprendiéndose de algunos de estos objetos conservando sólo aquellos más significativos.
“Una parte de mí murió…”
Para los padres que sufren la pérdida de un hijo, una vivencia en común es el sentimiento que una parte de sus vidas les fue arrebatada. El ser padre-madre se vuelve en entredicho, sofocado y hasta aniquilado frente a esta vivencia, especialmente si el niño fallecido era el único hijo de la familia. Esto conlleva que en ocasiones la única forma soportable de relacionarse con este niño fallecido es dejándose morir simbólicamente uno mismo. “La vida dejó de tener sentido, ya que mi razón de vivir era mi hijo… él está muerto y por lo tanto yo también lo estoy…”. La tristeza, el sufrimiento, la rabia, son sentimientos que permiten la vinculación con la pérdida, el poder vivenciar, recordar y añorar la presencia de este hijo que físicamente ya no está.
“¡No quiero olvidarlo!”
Un gran temor de los padres que genera una mucha culpabilidad y también reproches dentro del núcleo familiar es la sensación de que están “olvidando” al niño que ha fallecido. El sentir por parte de los padres que la vida continua junto con la posibilidad de reconectarse con la vida por medio del disfrutar, distraerse o autocuidarse, suele ser enjuiciada y castigada ya sea por ellos mismos o su entorno. Desde dicha perspectiva, felicidad y sufrimiento parecieran ser aparentemente antagónicos, sin posibilidad de que puedan convivir, o es uno o lo otro pero jamás ambos.
Es por ello que dentro del acompañamiento a los padres, es importante que se pueda reconocer y validar el deseo o intención de reconciliarse con la vida, acoger los sentimientos de culpa implicados, y que puedan mirarse a ellos mismos a través de los ojos de ese hijo que ahora vive en el corazón de cada uno. Que la alegría y la tristeza pueden confluir y ser partes de una misma vivencia.
Reflexiones finales
El duelo por la pérdida de un hijo es sin dudas un proceso personal muy íntimo, que difícilmente puede relatarse o expresarse adecuadamente en unas líneas. Faltan las palabras para describir una vivencia tan profunda y genuina, la cual como acompañantes de dicho camino sólo podemos comprender por medio de una actitud de total apertura y entrega hacia el doliente. Ofrecer con humildad, respeto y amor las condiciones básicas y necesarias para facilitar la vivencia de ser sostenido, el relacionarse con la vida, el permitirse ser, y el encuentro con un sentido.