Por Lorena Jiménez.
Pensar sobre la libertad. Me doy vueltas en mi mente de una esquina a otra, intentando asir las ideas que se escabullen, paradójicamente libres. Y es que mientras más pienso en mi libertad, más vuelvo una y otra vez a mis amadas ataduras. Intentaré abrir en estas líneas la crisálida de mi pensamiento.
Partiré con mi segundo nacimiento, con el despertar a la vida que ocurrió a poco andar el siglo nuevo. Hasta entonces vivía presa, sin saberlo, de mi propia psicodinámica. Buscando el precario equilibrio emocional que me daba la dependencia, me pasé mi adultez joven confundiendo las muletas con la felicidad. Y estaba bastante resignada a creer que eso era una buena vida hasta que las paredes de utilería se vinieron abajo y me encontré de golpe con la completa libertad existencial (esa que probablemente no quería mirar), pidiéndome que le respondiera, interpelándome, cuando yo no tenía respuesta alguna que darle. Ninguna salvo congelar mi vida por un buen tiempo, recuperando la fuerza y las ganas para enfrentar ese desafío que cuando niña me parecía tan fácil y emocionante: vivir. Así pasaron un par de años en un estado de semipenumbra, hasta que comenzó ésta, la que considero ha sido la etapa más libre de mi vida y también la más plena. En este estado gestacional conocí el Análisis Existencial y a mis compañeros de camino existencial.
Aunque para ello necesité una crisis involuntaria que me dejó sin nada de lo que creía importante, durante los últimos diez años de mi vida he tomado grandes y arriesgadas decisiones que me han hecho sentir con toda su fuerza la gran libertad que tenemos los seres humanos para ir detrás de aquello que consideramos bueno y abrazarlo con el corazón. Di un drástico giro a mi carrera en un momento de éxito profesional, tracé un camino de crecimiento y vocación que he seguido y espero continuar a pesar de las dificultades, camino que me ha regalado lo más hermoso y que hoy me tiene en el sur de Chile, lejos de lo que hasta hace poco pensaba que no podría dejar: familia, amigos, trabajo… una buena vida.
La mayor parte del tiempo he centrado mi atención en la libertad que tenemos para escoger cualquiera de las opciones que nos da la vida, aunque parezcan insensatas a otros, cuando tenemos la convicción y aprobación interior profundas. Con cada decisión importante que tomo, ocurre que se abre un mundo lleno de posibilidades que me invita a decidir y seguir abrazando lo que la vida me ofrece. Posibilidades que no soñé siquiera aparecen como sacadas de sombreros cada vez que soy capaz de soltar algo que parecía “insoltable”. Pero soltar, y he aquí la raíz de mis reflexiones, soltar es el acto de libertad verdadero.
Después de pasearme con agrado por mis logros personales en el ámbito de la libertad para leer mi corazón y tomar lo que me ofrece el universo, tropiezo en el terreno pedregoso de mis limitaciones para soltar aquello por lo que siento amor y recuerdo que cada decisión tomada estuvo teñida por la dificultad para dejar lo que tenía. Cada decisión importante ha sido atrasada por el apego a mis decisiones anteriores, por no soltar lo que antes abracé y por lo que inevitablemente siento una especie de amor eterno que deja su huella en mi corazón.
Como nos suele pasar a los terapeutas cuando estamos atentos, un paciente de esos especiales que remueven los paradigmas con sus cuestionamientos y agudeza me confronta cada semana con su esfuerzo existencial genuino por no dejarse atrapar por los apegos mientras trenza y desarma una cadeneta de cuerda con los dedos que lleva consigo para recordar la impermanencia. Y yo, en silencio, me siento tan cómoda con mi cordura certificada, con mi felicidad, con mi libertad… hasta que pienso en lo que ocurre cada vez que la impermanencia se presenta en mi vida sin que yo la invite.
Hace unos días esta misma vida de la que hablo se llevó a mi perrita, compañera de este último año de mi vida a la que amaba y con la que pensaba pasaría al menos los próximos diez. Mientras atravieso el duelo no encuentro consuelo y no dejo de preguntarme por qué las cosas fueron así, de imaginar cómo pude haberla salvado. Pero cuando logro tomar un poco de distancia me doy cuenta con cierto horror de la fragilidad de este mundo material y vuelvo a constatar que la única real libertad debe considerar la aceptación de lo que es, lo que se pierde, lo que cambia.
Todo el mundo que he construido con la fuerza de mi libertad para elegir y hacer, se convierte hoy en mi principal apego. Los seres que amo y en cuyo amor siento que respiro, los sueños que se han ido concretando con el tiempo y el esfuerzo, mi hogar, las plantas que he plantado, los proyectos que aún tengo.
Sé con una certeza dolorosa que sólo podré sentirme realmente libre cuando sienta (o vivencie) que puedo existir sin ellos, pero me siento lejos de esa meta y aún confundida sobre cómo abordar tan gigantesca exigencia. Y, por otra parte, tal vez deba renunciar libremente a tan perfecta libertad.
Porque, ¿Cuánto somos realmente capaces de soltar?, ¿Es igual para cada alma y en cada situación?
Al reflexionar sobre estas preguntas me he dado cuenta que hay distintas partes del ser que se ven tocadas por este sino de la vida. De acuerdo a mi comprensión, los cuatro pilares existenciales son interpelados por la libertad, como me gustaría esbozar:
En el ámbito del poder-ser, experimentamos la libertad cuando aceptamos la realidad tal cual es, cuando soltamos expectativas y miedos y vivenciamos que podemos existir en esa realidad. Sólo entonces podemos comenzar a movernos libremente por ella sin tener que taparnos los ojos, sólo entonces podemos abrirnos a encontrar aquello que podemos amar.
En nuestra relación con la vida expresamos nuestra libertad en la capacidad de elaborar una pérdida, en el duelo. Cuando soltamos lo que hemos perdido y aceptamos su partida.
En la autenticidad identifico la posibilidad de desplegar el propio ser, la expresión de lo propio, el reconocer quiénes somos y poder mostrarlo al mundo sin vergüenza. Una hermosa sensación de libertad.
Por último, como expresión de una libertad más sutil, poder soltarnos a nosotros mismos, trascender nuestros propios deseos y apegos por algo que no somos nosotros, por algo que no nos trae placer directo sino que un placer diferente: el que trae el sentido.
Repaso, reviso cómo me siento. Entonces puedo darme cuenta que mis propios apegos son tan fuertes como mi amor por la vida. Creo que puedo aceptar que, por ahora, me quedaré un rato más abrazada a mis amores, sintiéndome libre de aceptar estas dulces cadenas que me atan a la vida.
Lorena Jiménez
Psicóloga Especialista en Análisis Existencial
mljimenez2005@gmail.com