Por Elisa Broussian.
“¡Adiós, adiós piedra mía! Ignoraba que las cosas pudieran ocupar tanto lugar en nuestro afecto.”
Un velatorio. Familiares. El lecho de muerte. La amortajada recostada adentro aun no termina de morir. Reclama para sí: “¡Oh esta súbita rebeldía!” “Quiero vivir.” Todo es, desde el puente hacia la muerte, más vívido que en las mañanas en las que podía despertar. El peso de su pelo, sus pies, el gesto de sus manos, todo es sentido aun por ella.
La muerte aquí asoma como un trance, una retrospección en pedazos formados por los momentos más importantes y vitales de la vida de Ana María. Ella se arma en un relato, pero a su vez también se disuelve en él. La novela es guiada por una voz, es una fuerza constante que la pasea, la inmerge al pasado. “Empieza entonces a remover cenizas, retrocediendo entremedio hasta un tiempo muy lejano, hasta una ciudad inmensa, callada y triste” y en ese lugar despiertan los anhelos más profundos que armaron y deformaron su vida. La marca infinita del primer amor, el nacimiento desordenado del deseo, el cambio más crudo desde la dormida conciencia de la infancia hacia una juventud desvelada en ímpetu e incertidumbre.
El presente continúa escribiendo su vida en el funeral. Las visitas obligadas, el hombre que renace tras su muerte, sus hijos. Ella devuelta al presente, confronta y consuela a los vivos apegados a su ataúd: “No llores, no llores, si supieras! Continuaré alentando en ti y evolucionando y cambiando como si estuviera viva; me amarás, me desecharás y volverás a quererme. Y tal vez mueras tú, antes que yo me agote y muera en ti. No llores.”
A través de estos ires y venires en el tiempo, la amortajada descubre y toma conciencia de los nudos personales que la dejan en su revisión, de atar a la vida. “Y he aquí que al dejar de amarlo y de odiarlo siente deshacerse el último nudo de su estructura vital.”
El retrato de una vida aparece en esta novela como un rosario de ataduras y la muerte, la oración que sobre cada una desenlaza. La trascendencia está puesta en la perspectiva que el morir otorga. Desde ahí se despliegan los sentimientos sepultados de una vida que con ellos se quiso olvidar. De la fracción de persona que queda en la selección que el dolor deja cuando se extirpa sin comprensión. Y como las visitas menos esperadas y así también como las más anheladas por los secretos, retornan las partes de sí que se ahogaron antes de tiempo.
La muerte ha de tener un sentido espiritual además de callar la vida, es posible que habilite en el paseo hacia ella, la revisión de la propia. Puede ser, no lo sé. Lo que sí me he aventurado a saber, es que este recuento es posible también al estar vivo. Y si bien los repasos contienen muertes, reales y simbólicas, el tiempo dedicado a ellas profundiza la relación a la vida. Se amplifica el respeto al tiempo que compone los días y los años. La detención demandada por los nudos existenciales que van reteniendo la vitalidad, retornan tras su comprensión, en ganas de vivir y armonía, por la justicia personal otorgada. La vida se libera y se dispone para nuevos proyectos. Igual a la conciencia de la muerte que asumida, solo puede despertar a la vida.
Puede ser que algo similar pueda provocar este artículo con la obra, con la vida de la propia autora, pudiendo en esta reseña volver a impulsar la difusión de su lectura como uno de los adoquines que componen el camino de las obras literarias más importantes del país. Y a su autora, el reconocimiento sostenido entre los próceres de la literatura, que en sus tiempos, a pesar de la venia de Borges, de Neruda, se le omitió por superar los roles femeninos determinados en esa época, por un círculo literario conservador y machista.
Por Elisa Broussain
Alumna de Consultoría en Análisis Existencial
Estudiante de psicología (UAHC)
Maquilladora profesional
elisabroussain@gmail.com