Por Damián Enríquez
Camino por el sendero, veo a una persona llorar. Se encuentra confusa y desorientada, no sabe a donde ir. Me dice con lágrimas “¿Por qué…?”. No tengo respuestas, sólo tomo su mano, y me quedo a su lado. Se levanta, se seca las lágrimas y camina, sin dirección, sin ruta, sin destino. Me pide acompañarlo, no lo dice con palabras, sólo con una mirada.
No tengo claro el camino, no sé hacia dónde vamos, sólo decido acompañarlo. Me acerco, y ahí estoy a su lado. Caminamos, buscando algo que no tenemos claridad. A veces él se detiene, me mira y llora. Y yo sigo, ahí a su lado. Me pregunta “¿Y ahora qué…”, yo sólo le respondo, “No sé…”. Me abraza… lo abrazo… seguimos caminando juntos.
El camino es oscuro, no hay luces, ni señales. Sólo caminamos buscando un sendero, una guía, una respuesta. Viene una tormenta, el camino se hace difícil, la persona mira al cielo y maldice. Llora nuevamente, grita, golpea el suelo. Sus lágrimas humedecen aún más el barroso camino en el cual caminamos.
Pongo mi mano en sus espalda, y le digo “Vamos…”, no sé a dónde, no sé cuándo, sólo estoy ahí en esta misma incertidumbre, soportando junto a él, en este oscuro camino buscando una puerta, una luz, una salida.
El camino se hace difícil, la persona cansada me dice, “¿Cuánto más…?” Le respondo “No sé, pero aquí estoy contigo”. Me mira, y esboza una sonrisa. Sonrisa que parece esfumarse rápidamente con el viento, pero que vibra y conmueve lo profundo de mi alma.
La persona me pide descansar, dice no haber dormido hace días. Me doy cuenta que yo también me encuentro cansado, por lo que buscamos refugio. Nos sentamos, nos miramos, y conversamos. Me relata sobre su vida, sobre su familia, sobre su pasado, presente y futuro. Recuerda con alegría los bellos momentos de disfrute, y con dolor aquello que ha perdido. En su relato, me resuena nostalgia, amor, rabia, pena y otros sentimientos confusos que vibran mi propia historia, mi propia persona.
Luego se pone de pie y me dice “Debo seguir adelante…”, me levanto y lo acompaño. Dice querer ir por el norte, yo le sugiero ir por el sur. Me escucha, pero mantiene su postura. Tomamos nuestro escaso equipaje, y seguimos el camino.
Una densa neblina, no nos permite ver el paso, caminamos con dificultad, sin saber lo que tenemos por delante. El sujeto resbala, cayendo hacia un acantilado, sólo atino a sujetar su mano, para evitar que caiga al vacío. Su cuerpo es pesado, pareciera no poder seguir sosteniéndolo. Me deshago de mi equipaje, la única firmeza con que cuento es el suelo que afirma mis pies. Él me dice desconsolado “Por favor no me sueltes…”. Yo le respondo “Aquí estoy contigo, no te soltaré…”. Me sujeto de una ramas, y logro arrojarlo nuevamente al camino. Ambos estamos asustados, cansados, desorientados… Nos miramos, nos abrazamos, y nos quedamos en silencio.
“Debemos cruzar el acantilado”, me dice en un instante… Yo lo miro, y le pregunto cómo pretende hacerlo. A lo que él me responde “…saltando…”. Le sonrío, nos tomamos de la mano, y ante la densa niebla, decidimos impulsarnos a saltar hacia el otro extremo… Le pregunto si sabe qué hay más allá del acantilado, a lo que responde sonriendo… “Ves esa luz al final de la niebla?… es el final del camino…”
Culturalmente, la experiencia de la enfermedad del cáncer se encuentra relacionada a muerte y sufrimiento. Es un diagnóstico que tiende a ser devastador en los pacientes y sus familias, independiente de la evolución y el pronóstico. La incertidumbre sobre lo que ocurrirá en el futuro próximo, la pérdida de control sobre diferentes aspectos de la propia vida, el desconocimiento o desinformación sobre el diagnóstico y tratamiento, las experiencias previas y/o cercanas relacionadas con la enfermedad, el tomar decisiones en un acotado periodo de tiempo, más el impacto personal y familiar que conlleva la enfermedad, son aspectos que resuenan y repercuten en los más profundo de la existencia.
Una experiencia común reflejada por familiares y pacientes, es la de haber recibido un “terremoto” en sus vidas; un quiebre que suele a dejar la puerta abierta a la pregunta del “¿…y ahora qué…?”. Pregunta que muchas veces no tiene respuesta inmediata, y que involucra un salto al vacío a la espera de algo que no se sabe con certeza cómo terminará.
Es en este salto en donde también nos preguntamos como terapeutas el cómo poder ser un acompañante de la incertidumbre; cómo brindar o facilitar al sufriente las condiciones básicas de la existencia humana, vivenciadas en el poder ser-estar aquí en el mundo.
Quizás la primera y más importante pregunta que debemos hacernos para realizar este camino en conjunto con el paciente, es cómo me toca en lo personal el contexto de la enfermedad. ¿Qué me sucede a mí cuando escucho la palabra cáncer? ¿Puedo ser-estar junto al otro, o mi existencia también se ve amenazada? ¿Soy capaz de soportar también esta incertidumbre?
En muchas ocasiones se comete el error de querer imponer nuestras propias creencias, experiencias, temores, etc., en la vivencia del paciente; esto es debido a que existe culturalmente la necesidad de “decir algo”, buscar las palabras adecuadas que permitan “generar alivio” al que sufre, o simplemente el mencionar una frase particular por educación o cortesía.
Sin embargo, cuando acompañamos al sufriente, el foco no debe volcarse a nuestras propias necesidades que tenemos como acompañantes, sino a lo que la persona, con quien caminamos, necesita en su momento. Debemos por ello ser capaces de otorgar la protección, el espacio y el sostén necesario para que esta persona pueda ser-estar en el mundo. Poder cobijar, acompañar en silencio, cuidar y preocuparse del bienestar de este otro; poder ser-estar ahí juntos, estar para el otro pase lo que pase.
Muchas veces ocurrirá que no tenemos respuesta a las preguntas de quien acompañamos, ya sea sobre la enfermedad, sobre sus consecuencias o más aun, sobre el sentido de ella en la vida de la persona. Podemos en ocasiones ayudar al paciente a buscar estas respuestas, ya sea orientando, psico-educando, o clarificando dudas, creencias o temores. Sin embargo, en otras ocasiones no tendremos respuestas a algunas de estas preguntas, y como acompañantes debemos soportar esa angustia de no tener todas las respuestas, ser honestos con el otro, y reconocer que, si bien podemos no saber la respuesta, ante dicha ignorancia estamos juntos siguiendo este camino.
En este caminar juntos, se facilita la experiencia del sentirse sostenido, la vivencia de tener un otro cuando se experimenta un “por ahora no puedo”. El confiar que “a pesar de todo, hay algo más que me sostiene…”. Esto facilita el aceptar, y con en ello confiar nuevamente en el mundo y sus condiciones, dando así un salto de fe a este vacío donde pareciera que no hay nada pero que a la vez puede haber todo; un salto el cual muchos vivenciamos como Esperanza.
Damián Enríquez A.
Psicólogo Clínico – Psicooncólogo
Postítulo en Análisis Existencial
damian.enriquez@gmail.com